Cuadernos del Tábano Nº 4

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Revista trimestral de literatura Ediciones del tábano, año I nº4 / PVP: 2.50eur. Este tábano mojó su aguijón en un tintero y va diciendo cosas por las calles, diciendo, hablando por las dudas, por deseo, por convicción de lo que tiembla. Es un tábano bastardo, hijo de la ternura y el insulto, de la imaginación, del barro: por eso ahora, mientras lo miras, mientras por casualidad lo escuchas, quiere que sepas lo que vive, lo que suena o viaja entre sus caras, entre sus alas de cartón. Sección temática: La ciudad El sótano: Reinaldo Arenas Ediciones del Tábano- C/ El Pozo nº94, Alicante, CP: 03001 e-mail: editabano@hotmail.com ÍNDICE Texto portada_____________pág. 1 Cartas recibidas_________pág.6 Menelo Curti Taller de textos Hombre en la calle, Paco Alonso Como una muerte, como la vida Quirón Herrador ______________pág. 3 El sótano. Reinaldo Arenas. A techo abierto, Juanma Agulles Espiral de los días, Q. Herrador____ pág. 4 El diablo le dio permiso a tu rabia, Realidades, Menelo Curti_________pág. 5 Quirón Herrador______________pág. 22 Sección temática. La Ciudad_____________pág. 7 La tirada inicial de este número es de 500 ejemplares: guarde celosamente el suyo, en el futuro será pieza de coleccionista. Edita:Asociación juvenil El tábano Co-dirección: Menelo Curti, Quirón Herrador, Juanma Agulles. Corrección de pruebas: Quirón Herrador, Mª Carmen Grau. Ilustración portada: Germán Yujnovsky Ilustraciones interior: Leo Sarralde, Chema. Maquetación: Gabriela Jeifetz. Imprime: CEE Limencop S.L. Colaboraciones imprescindibles para este número: David Vilariño (más conocido como El Vila), que nos solucionó los múltiples problemas informáticos derivados de nuestra ineptitud. En el próximo número hablaremos sobre la locura tema que conocemos locura, muy bien todos los dementes que llevamos a cabo esta revista. Las posibles colaboraciones deberán ser enviadas a editabano@hotmail.com, en formato word. Cuadernos del Tábano es una revista independiente. Y , ¿ qué quiere decir eso exactamente?, se preguntará alguien. Pues quiere decir que no respondemos a ningún interés comercial o editorial y que cualquier colaboración en este sentido (venga desde el ámbito público o privado), será exclusivamente como aportación desinteresada al desarrollo de nuestro proyecto. Y punto. Estos trabajos han sido leídos y comentados durante las reuniones literarias de nuestro grupo, que tienen lugar los viernes a partir de las 21:30 horas en la calle El Pozo nº94, Alicante. Aprovechamos para invitarte a compartir con nosotros alguna charla literaria: ven cuando quieras. Hombre en la calle Qué absurdaesestacalle, estatierra,estagente, conestas selvas de adoquines, yconcolillasycagadasdeperros... Absurda es la costumbre yelpasoylamañanaylatarde,mojadas de no se sabe qué desgana o qué rutina... Nohaymásoficiosqueagotaraceras, y obedecer semáforos, beberse carajillosoacasounacerveza; nohaymástranscursoniquehacerqueandar deunladoaotro,cadacuálgastando tiempo o deshaciéndose en palabras. Qué demasiado absurdo, o pavoroso o terrible, osimplementecruel, siempreesteabismo, estepasadizo, esta gusanera, cielooinfiernoquevivimos... Comounamuerte,comolavida pero ya errática y gastada, Todavía perduras, aunque sea sólo en este rincón oscuro, como una araña incansable tejiendo con recuerdos una placenta o una mortaja. Todavía perduras, como un resto de humo que me habita el tiempo del pecho, que me va podando el aliento y me lo va matando. Todavía perduras, con los pies amordazados y sin futuro que decir. Todavía perduras, pero desterrada y melancólica, como un fantasma sin cuerpo ni abrazo posible. Pero todavía perduras, todavía, y atraviesan mi garganta tus cuchillos de luz afilada; como una muerte partiendo las tinieblas, como la vida pariendo entre las grietas de la desolación y del silencio. Y el ser humano, yo por ejemplo, ¡pobre ymíserorecorre callesypesadillas, ásperodecastigos ygolpes, siempre para acabarse derrotado o muerto! Paco Alonso Quirón Herrador Página 3 Taller de textos A TECHO ABIERTO Juanma Agulles Son necesarias muchas horas de mirar al techo hasta encontrar ese minúsculo punto negro por el que se escapan los sueños. Una vez hallado, si es que lo hallamos, seguramente lo encontraremos en la junta de dos molduras de escayola, de forma que en un principio dudaremos de su existencia. Pero es. Mirar y verlo y asegurarnos en la penumbra de que existe y es solo un pequeño punto, pero puedes verlo desde la cama, así, como estás, con los ojos abiertos como platos, porque ella tampoco está ahora, pero eso no importa demasiado, porque de hecho, sí, no cabe duda, un minúsculo punto negro vulnera el falso techo de escayola. Fijarlo y por él tratar de huir hacia otros pensamientos, tan fácil como esquivar un zapato de tacón tirado con más rabia que puntería. Bien mirado, podría ser la sombra de un pequeño mosquito, el juego de luces caprichoso. Pero qué fastidio tener que levantarte al final para comprobarlo; porque tendrás que comprobarlo. Son necesarias demasiadas horas como para que se trate de un error o una ilusión. Sigues pues mirando hacia el techo que ya no es más techo sino ese puntito negro que ahora lo absorbe todo, lo fuga, lo delimita. Pensar que detrás de ese punto entre el falso techo y el cielo hay un mundo paralelo que planea sobre tu cabeza todas las noches. Dudar si levantarte y subir a una silla para, desde allí, hurgar con las uñas en el punto hasta convertirlo en pasadizo, a mordiscos si hace falta, hasta encontrar ese lugar huidizo hacia donde se escapan los sueños y ella; sí, pero ella se fue tirando un zapato de tacón que ahora cualquiera sabe dónde está entre todo este desorden y la penumbra, claro, la penumbra lunácea que se filtra por los mosquiteros de la ventana. Rebelarte por fin y no, demasiado fácil refugiarse en cosas como ésas, caer en la locura de las cosas pequeñas; y estirar la sábana a la justa altura de la nariz para estar más seguro, sin taparte los ojos abiertos y anclados, maravillados por la visión del punto oscuro en el mar blanco de escayola. Ese punto duda, estremece, desatina y, como el espejo de Alicia te revela otro tú y otras miserias. Casualidad de llamarse Alicia también quien hoy te dejaba tumbado en la cama con los ojos como platos. ¿Y qué se puede hacer? ¿Te vas a levantar?, ¿vas a dejar el cómodo refugio de tu cama, tu cálida guarida donde escondes la cabeza hasta la nariz, para hurgar en la posibilidad del agujero, con los dientes si hace falta, hasta que definitivamente, abierto el techo, te deje sin coartada? Espiral de los días Cada día el mismo viaje o el mismo mundo alrededor de los párpados. Cada día un ciclo o una espiral de grises y de negros, de rabia y de silencios. Cada día ignorar o intentarlo al menos: que de nada sirve y que el tiempo corre más que nosotros. Cada día estampar los fracasos en la almohada, las ganas de matar a los imbéciles, de inyectarles lápices en la garganta y en los ojos. Cada día tragar la saliva y no poder escupirla o regalarla. Cada día pegarle al corazón puñetazos, para fingir que aún late. Quirón Herrador Página 4 Taller de textos REALIDADES A unos pasos de mí, era como si estuviera muy lejos. J. L. BORGES – El inmortal. Sube por la calle la luna y se cae un beso (por un estómago van rodando el hambre, dolores largos y gusanos) la ciudad es casi nuestra, la vida es un asunto que se resuelve entre dos cuerpos y el silencio (y la miseria usurpa y va dejando sin risas a un continente esquelético y herido) nos miramos, fumamos y soplamos el humo como si fuese una victoria, caen chorros de color de las farolas y porque el tiempo nos parece breve decidimos desbordarlo (y hay pechos que se secan y bocas que se duermen sin sueños y sin leche) vamos abrazando la piel que se calienta y se hace sudor y se resbala, deslizándonos hacia un terreno donde las manos no nos bastan (y en los suburbios del bullicio le revientan a mil bueyes las ganas de escaparse del arado) casi por descuido nos volcamos, nos vertimos, nos vaciamos, y la sangre y el mundo empiezan a dormírsenos (y por la profundidad se alargan sótanos y celdas donde sólo las ratas dan testimonio al hombre de la vida) un sonido cualquiera, un portazo o una risa, nos confían la certeza de que se borró la noche y de que al ruido y al apremio les llega su momento (y como murciélagos frenéticos van hundiéndose en las cloacas voces perseguidas) hay que poner los pies en las baldosas e ir dejando de ser sueño para entregar las manos como a una maquinaria defectuosa (mientras a fuerza de golpe y látigo clavan azadazos en la tierra músculos que entienden como una guerra cada surco) maldecimos el deber que nos empuja hacia la calle (mientras despiertan a patadas a un anciano y lo retian de la acera), ponemos en orden nuestras convicciones y el brillo del peinado (mientras le vuelan la cara al “demonio” que mañana sufrirá nuestros elogios), azucaramos el café (mientras la mano que nos pide se congela), abrimos el periódico y esbozamos un chasquido ante el cadáver que agoniza siempre en la portada, infaltable, ineludible, como el amigo que se acerca, nos convida un cigarrillo, y comienza a hablar, a repetir las bromas, a estirarlas, a tenderlas como un puente entre el cadáver de hoy y el de mañana. Menelo Curti Página 5 CARTAS RECIBIDAS Trasponiendo las sombras Vuelvo a mi tierra y miro y me despierto en lo que en otro tiempo fue mi vida, y habito en la memoria estremecida de un vivir tan lejano como cierto. Aquí me planto, escucho su lamento de ayeres y de adioses, depedida de interminable poso, insomne herida donde el soñar dejó su surco abierto. Aquí en la misma esquina donde ahora estos versos escribo fui nacido. Aquí retorno a la primer aurora, y las sombras traspongo y el olvido. Aquí escucho el silencio, y aquí aflora el escombro del tiempo fenecido. Manuel Parra Pozuelo El soneto: ¿reliquia o huevo añejo? Con la misma henchida satisfacción de una gallina, de tanto en tanto Lucas pone un soneto. Nadie se extrañe: huevo y soneto se parecen por lo riguroso, lo acabado, lo terso, lo frágilmente duro. Efímeros, incalculables, el tiempo y algo como la fatalidad los reiteran, idénticos y monótonos y perfectos. Julio Cortázar – “Lucas, sus sonetos”. Hace tiempo que por la cabeza y por la manos me cosquillea el deseo de opinar sobre el soneto, de moverle la butaca a ese “rey” sucio de rimas y ver si él mismo o alguno de sus súbditos le dispone una defensa. Sería justo, necesario, aclarar, para que los señores sonetistas no se llenen la boca de nombres y me los escupan como dardos, que tengo en el cajón de mis verdades la de que sin Manrique o Quevedo o Garcilaso la poesía estaría coja, y muchos de los que insistimos en contar con versos lo que nos ocurre no tendríamos a quien mirar de soslayo cuando nos ponemos a hacerlo. Pero lo que me preocupa, o más sinceramente me molesta, es la presencia en este tiempo de esa dignísima cucaracha que aunque le faltan varias patas se empeña en caminar. Quiero decir, que más que la sospecha, tengo el convencimiento de que el soneto está agotado, que como medio expresivo está desafilado, y que, en consecuencia, seguir usándolo, insistir en que dé frutos, es como pretender alimentarse de las manzanas de un árbol endurecido por los años, valioso como piedra, como referencia, pero incapaz de “amamantar” a nadie. Tampoco soy devoto de modernismos e innovaciones huecas, pero apoyo mi fe en que del mismo modo en que cambia el hombre debe cambiar su manera de manifestarse; y no creo que las vacilaciones, los miedos y las esperanzas de hoy puedan respirar en los territorios de ese “rey” con catorce dientes inofensivos y opacos. M. C. SOBRE SON NETOS LOS SONETOS O, DICHO DE OTRA FORMA, EL SONSONETE DEL SONETO Ni reliquias ni huevos: ¡Muchos huevos! Cualquier recipiente puede contener oro o mierda. Así cualquier estrofa puede ser perpetrada, violada, manoseada, exaltada o perculeada. No es el continente lo que define al contenido. ¿Lo dicho significa que es indiferente cualquier tipos de estrofa y que lo que importa es exclusivamente el contenido? Obviamente todo lo dicho es capcioso y quizá íntegramente falaz. Lo que es siempre definitorio del éxito de la construcción de un texto poético es precisamente la adecuación entre continente y contenido, luego una más exacta formulación de la cuestión debería preguntarse si puede un contenido actual ser expresado en una forma tan vetusta como el soneto, a este respecto, debe tenerse en cuenta que cuando Garcilaso introduce el soneto introduce con él una retórica sentimental que posibilita lo que hoy denominamos “el yo poético”, y a partir de ese momento el soneto expande su imperio y su Página 6 omnipresencia en la lírica castellana, por lo que hoy , tras medio siglo de sonetos, parece plausible suponer que es difícil innovar, y el plagio sólo se justifica con el asesinato , es decir, con la superación del modelo imitado, y por tanto hacer algo nuevo , original y merecedor de aprecio en la estrofa de los catorce, lo cual no significa , ni mucho menos, que tal hazaña sea imposible, no es cierto, en nuestros días se escriben buenos o buenísimos sonetos, si bien son pocos o excepcionales, como también lo son los poemas buenos escritos en verso libre (¿libre?: en relación a qué, o ¿libre? de qué) o en otras estrofas, aunque puede que sea cierto que los malos sonetos se ven más a primera vista, mientras que el verso libre pueda ser la vacuidad o la ausencia de originalidad más fácilmente camuflada. Por tanto, y en conclusión, un buen soneto, posible siempre, no es reliquia, ni huevos, sino cuestión de huevos, de muchos huevos o de muchos, muchísimos ovarios. Manuel Parra Pozuelo tema «...apropiarse de algo. Apropiarse no es tener en propiedad, sino hacer su obra, modelarla, formarla, poner el sello propio. (…) Habitar es apropiarse de un espacio; es también hacer frente a los constreñimientos, es decir, es el lugar del conflicto entre los constreñimientos y las fuerzas de la apropiación» (Lefebvre, El derecho a la ciudad, 1975) “Pero hay que salir a la ciudad y hay que vencerla, no se puede uno entregar a las reacciones líricas sin haberse rozado con las personas de las avenidas y con la baraja de hombres de todo el mundo.” Federico García Lorca, Poeta en Nueva York, 1929/30 Prisión de asfalto Llevan cargado todo el tiempo del asfalto. Los pies son de madera, y el sueño es como serrín que hace pesados los clavos de las huellas. La espalda es todo un Atlas sin mundo que levantar. El estómago es un rizo que se retuerce a gritos. El cansancio no se atreve a hablar de prestado. Se mueve el mundo bajo los plomos fundidos de los ojos, y no hay nadie que alumbre la calle oscura. Se apaga la tarde entre los árboles ciegos del parque o de la cárcel. George Grosz Quirón Herrador Página 7 La ciudad Ciudad usurpada, ciudad okupada. La ciudad como ilusión. Aún a riesgo de parecer simplista: la ciudad es un engaño, una ilusión de libertad y modernidad de la que es imposible escapar sin destruirla por completo. Es el lugar donde se concentran las experiencias vitales más importantes desde la revolución industrial. Hablaré aquí de esa ciudad y no de otras anteriores1 . Fue la burguesía quien tomó la ciudad como bandera contra el antiguo régimen feudal y su aristocracia arraigada en la tierra y las jerarquías hereditarias, parapetada tras el poder de origen divino del rey. La ciudad se covierte en icono de la libertad ilustrada y burguesa, allí confluyen las rutas comerciales, se agita el movimiento de hormiguero, el tiempo se empieza a comprimir y multiplica su intensidad. Los horarios de las fábricas anunciados a golpe de sirena, el mercado de la ciudad, oficinas contables, edificios de gobierno llenos de funcionarios, marcan el ritmo de un nuevo espacio, de una nueva clase a la que el mundo se le empieza a quedar pequeño y no puede más que multiplicarse rápidamente por toda la superficie terrestre. El Dios omnipresente que regía la totalidad del universo, natural y eterno, no es ya más que una forma de entender la relación con los demás. Vuelto mundano, bajado de las alturas celestiales, estaba francamente a tiro, indefenso ya ante la devoradora impaciencia de las nuevas gentes urbanas, y de ahí a su muerte no media más que la lúcida formulación de su aniquilación. Después, rodará la cabeza del Rey sobre los adoquines de la plaza. Aquella ciudad, donde medraban ilusiones, se convierte en un irresistible imán, un polo de atracción al que sucumben las existencias. La vorágine urbana va deviniendo en nueva fe. La revolución burguesa pone en el centro del cambio un nuevo espacio en franca expansión y un ritmo, unos tiempos, distintos a los que la naturaleza impone. La luz eléctrica resuelve de un golpe el misterio de la noche y la oscuridad. Y a la profundidad insondable de la cúpula estrellada se le superpone una capa de luz artificial sobre las cabezas de la nueva especie urbana. No tardan en aparecer las instituciones que preserven a esta revolución. La administración estatal, la policía, los parlamentos, los partidos que pugnan por el espacio político inaugurado, coexisten con las pretensiones totalizantes de la forma de vida capitalista. Los guardianes de la fe urbana, 3 Página 8 Juanma Agulles construyen cárceles, hospitales y manicomios, en los que se reproduce la frontera, los límites al movimiento centrípeto hacia el nuevo núcleo de poder. Se instaura la usurpación legitimada del espacio urbano, al mismo tiempo que comienzan a surgir las contradicciones en el mismo seno de la dinámica de acumulación. Muy pronto se entiende que la revolución burguesa se hace a costa de nuevas esclavitudes. El trabajo asalariado de jornadas inhumanas, el amontonamiento de la informe masa trabajadora en los barrios obreros, delata el espejismo de la libertad urbana y nuevas formulaciones propugnan el aniquilamiento del poder a manos de los desheredados del nuevo mundo urbano y capitalista. Pero ya esa lucha a muerte no puede darse más que dentro de los límites de la ciudad. Los conflictos en el interior de las fábricas, los periódicos, los carteles pegados en los muros, las agitaciones y manifestaciones, tienen en la calle el ámbito donde representarse a sí mismas. La toma de los bulevares The city, G. Grosz centrales, la paralización del ritmo mercantil durante la huelga, se convierten de alguna forma en herramientas centrales para las nuevas ansias revolucionarias. Así mismo, la represión policial y la intervención en el espacio urbano se consolidan como baluartes de la defensa de las instituciones. Comenzando un nuevo siglo, las calles de las ciudades se tiñen con la sangre de los nuevos mártires, y reverbera en sus muros el estruendo de los disparos de la policía y las bombas anarquistas, en el clímax de la violencia. La espiral de confrontación, el ritmo acelerado del tiempo capitalista y sus brutales crisis financieras, sucumbe a la tentación autodestructiva y pone al servicio de la muerte todo su potencial en las dos guerras mundiales; arrasando ciudades, dejando en los muros de sus casas las cicatrices de los proyectiles con que la burguesía trata de salvar su decadencia. Destruye para volver a construir, acelerando los acontecimientos de sus cíclicas crisis, para purgarse y volver a ilusionarse con una nueva era de expansión que trascienda los límites de las viejas ciudades europeas, hundidas en la miseria y el caos después de dos matanzas con tintes apocalípticos. Una ciudad higiénica y utópica. La ciudad sigue estando en el centro de la ilusión de la modernidad. Su reconstrucción y su ordenamiento acomodado a la nueva etapa tras las dos guerras son centrales. También su exportación a nuevos territorios La ciudad donde poder trasladar las crisis, plantando la semilla de ese gran hongo que se expande y que, en poco tiempo, se convierte en un monstruo de dimensiones inabarcables. Especialmente en los países a los que la modernidad incluye, dotándolos de sus instituciones e incorporándolos al juego macabro que acumula millones de personas para continuar con la ilusión urbana. Se alienta la pugna por esos epacios de supuesto poder participativo con opciones ilimitadas (partidos, sindicatos, movimientos, grupos, individualidades hipertróficas). Siempre, claro está, dentro de los límites del conocido catecismo: la usurpación del trabajo ajeno es propiedad privada ganada con el esfuerzo, todo lo que atente contra ella lo hace contra la Sociedad, y por tanto debe desaparecer. La ley y el orden son condiciones indispensables para el desarrollo de la “Ciudad Libre”. A cambio, otra vez, se ofrece el paraíso en la tierra, que toma la forma de ciudades modernas y funcionales. Construcciones que alzan sus rascacielos con soberbia sobre los escombros de la Historia. Se generaliza, se ensancha por todo el globo, la urbanización. Es síntoma de modernidad, de la marcha inexorable de los tiempos. No obstante, siempre planea como un fantasma gótico la amenaza de una nueva confrontación en un mundo bipolar, en el que dos titanes se afanan en locas carreras hacia la Luna mientras dan con el mecanismo nuclear definitivo que pueda acabar con la humanidad de un solo golpe. Es el momento del ciudadano que ejerce sus derechos y cumple a rajatabla con sus obligaciones dentro de un modo de acumulación que se ha llamado fordista. En el horizonte de la ciudad está la especialización ideal de la escuela de Le Corbusier: residir, trabajar y circular. Un orden de fábrica de automóvil, con espacios abiertos, construcciones verticales y vías rápidas de comunicación. Una verdadera utopía moderna dentro de una nueva etapa de expansión del modo de vida burgués. Las ciudades del nuevo centro del imperio serán el modelo a seguir para la consecución de un prefabricado “bienestar”. Todo dentro de un orden sin sobresaltos que permita la producción masiva y el consumo sin límites. El consumo masivo es el gran descubirmiento de esta época.Consumo que pretenderá más tarde acceder a la categoría de arte con el Arte Pop y sus estúpidas latas de sopa. Esa urbanización funcional al capitalismo, la única posible en sus términos, se empieza a exportar hacia las fronteras de su mundo, donde la historia sangrienta de sucesivas colonizaciones, formaciones de estados y dictaduras militares sigue su curso. Esos lugares fronterizos son enganchados al vagón de cola, y se los pretende como almacén inagotable de materias primas y recursos naturales. Así andan durante un tiempo, sufriendo los cambios de manos de un imperialismo a otro, y reproduciendo las condiciones de un expolio inaugurado mucho antes, digamos en 1492. Hasta que, de nuevo, la promesa ilusoria de la ciudad liberadora se ve quebrada. El consumo llega a su techo; los ciudadanos ven cómo la ciudad moderna, funcional y fordista, encuentra sus propios límites de nuevo. Límites que después se dirán energéticos, pero que son ideológicos2 , es decir, defensa de una idea del mundo: la idea burguesa del mundo. A finales de los sesenta, vuelven los tiempos de revueltas y guerras. De alguna forma, se había cumplido la amenaza: los deseheredados de la tierra se rebelan contra la ciudad, se hacen fuertes en las selvas, se arman y vuelven para tomar el poder en la capital. Así entran en la Habana los que fueron doce perdidos en la sierra, encendiendo la chispa de una nueva revolución en el hemisferio sur. Poco más tarde los dos colosos llegarán al límite de la tensión frente a las costas de la que se suponía la Isla del Sueño Realizado. La Isla tendrá que asumir desde entonces que se encuentra entre dos apisonadoras y deberá optar por un bando, no podrá quedar fuera del juego; una vez realizado, el deseo tiene que enfrentarse a un áspero despertar. Sin embargo, en distintos lugares, en los años que van de 1960 hasta 1973, la ciudad es descubierta en sus dimensiones más insospechadas. Bajo los adoquines de París se encontraba la arena de la playa, sin duda, pero había que desmontar París adoquín por adoquín para escapar de ella como se ha dicho al principio, y el esfuerzo de la imaginación no era suficiente. El 68 fue una prueba más de que la ciudad imponía sus límites cada tanto, como quien cerraba las puertas de la ciudad medieval amurrallada. Los gritos de aquéllos que quedaban fuera eran siempre para tratar de estar dentro. Era eso, o irse a vivir a una comuna, fundar Cristiania por ejemplo, o marcharse al campo y abandonar la ilusión de libertad dentro de la maraña urbana. En las siguientes décadas, a partir más o menos del 73, no haría falta abandonar; una nueva especie de realismo fanático trataría de hacer abdicar de esa ilusión y de cualquier otra. Plan Voisin- París, Le Corbusier Una fina capa de plomo recubre la ciudad. En los años siguientes, puesto que there is no alternative3 , una fina capa de plomo parece recubrir las ciudades. Un realismo sin un ápice de esplendor, puramente defensivo y nostálgico de sus tiempos más alegres, da el toque de queda y comienza el trabajo sucio para la nueva época que sin duda ha de llegar tras la destrucción. Esta vez, sin embargo, no hará falta un Guernika. Será una cuestión más fina y se pasará a la acción al amparo de la Política Económica, espectro que, con otras intenciones, el marxismo había reclamado como parte constitutiva central del ser humano. Los dos titanes parecen no querer mirarse a la cara directamente, la tentación de una provocación, de un guiño, podría resultar fatal, se había comprobado. En el fondo, la racionalidad dogmática los mantiene en sus posiciones y aprenden el uno del otro. Para la chispa encendida en Latinoamérica se entrena a Página 9 La ciudad concienzudos extintores, que instauran un terror silencioso, emulando las tácticas más exahustivas de la destrucción humana que el nazismo había desarrollado. Buenos Aires o Santiago de Chile se convierten en ciudades donde la terrible pesadilla de Orwell vuelve a repetirse, mucho antes de la fecha indicada en 1984. En ellas las más horrendas enseñanzas de Europa se ponen en práctica, bajo la inestimable colaboración económica del imperio con nueva sede en Washintong. Mientras tanto, la burguesía occidental, queriendo apartarse del mundanal ruido, huye paulatinamente a las urbanizaciones de las afueras, donde se encuentra más segura, más higiénica, desvinculada de la coexistencia compleja con “el otro”. Portadora de un romanticismo inquebrantable, busca una especie de retiro espiritual donde habitar tranquila; para ella también la ciudad ha resultado ser una ilusión y ahora es un lugar peligroso, un territorio desconocido de dimensiones inhumanas que hay que abandonar a toda costa. La ciduad empieza a tener rasgos de ruina arqueológica industrial. Comienza el gran desfile de las industrias hacia su particular Icaria: lugares donde el trabajo asalariado se parece mucho más a la esclavitud, las burguesías locales son fácilmente corruptibles y no hacen ascos a nada por subirse al tren del desarrollo. Alocado tren del suicidio colectivo que empieza a tener sus consecuencias ecológicas a nivel planetario. La burguesía quiere irse de la ciudad, la industria también. Quien no pueda realizar el viaje en el espacio geográfico, buscará en la enorme variedad de ofertas que ofrece la ciudad cualquier otro método de evasión. De alguna forma las consignas hippies de “vuelta al campo” habían calado por fin en la sociedad burguesa y ésta respondía sumiendo a las grandes ciudades en la crisis de la década de los 80. Los nuevos revolucionarios de la burguesía serán aquellos que no necesitan un lugar para extraer beneficio, no necesitan “al otro”, no están ligados a nada. Su nueva promesa de libertad se sitúa en un espacio brumoso llamado “mercado financiero mundial ” en pleno desarrollo, donde la circulación del dinero parece cosa de magia. Ganan y pierden fortunas como niñatos en la ruleta de un casino, mientras la ciudad pasa de promesa moderna a prisión de los desempleados, lugar que recorrer sin rumbo para los que transitan la parte más lúgubre de la vida, escenario decadente de la reconversión de la conciencia en un lastre del que librarse. Así, cuando uno de los colosos hinca la rodilla en el suelo definitivamente y caen los muros, como era previsible, se declara el fin de la historia. Otra vez habrá que comenzar, con la ventaja de no haber llegado a una ruptura traumática como en el periodo 1914-45(no en el Occidente capitalista, claro; pero hay que decir Argentina, Uruguay, Brasil, Chile, Guatemala, El Salvador, Ecuador, Perú, Bolivia… la sombra del Cóndor es alargada). La posmodernidad, nacida en este contexto, pretende negar cualquier capacidad de rebeldía en la ciudad humana. En el arte se propone no decir nada ni expresar nada ni crear nada y se dedica a deconstruir significados y lenguajes comunes para zozobrar entre el espantajo fantoche y el populismo infraintelectual. Página 10 La arquitectura mezcla a su antojo capiteles dóricos con arabescos en los dinteles de puertas góticas. La ciudad, rota en su significación, sólo puede convertirse en un agregado de piezas indescifrables que se superponen: en el acristalado edificio de una compañía de seguros, la decadencia de una vieja casa colonial se refleja provocando una desolada ilusión de coexistencia que no es tal. Los nexos se han roto; sólo queda la imagen estática que, detenida la historia, acaba siendo un puro presente sin profundidad ni relieve. Reincorporar la ciudad como mercancía al juego del dinero, será el siguiente paso y lo que hay de implícito en el lenguaje posmoderno. Vender la casa con los muebles dentro. Cómo no, había que reinventar la ciudad; al igual que la historia o el arte o la ideología. Siempre dentro de lo que el termino reinvención supone: adaptarlo al mundo neoliberal y venderlo sin cortapisas. La ciudad es una mercancía demasiado valiosa como para dejarla escapar; y es, por otro lado, como hemos ido viendo, parte fundamental en el funcionamiento del capitalismo en sus distintas etapas. Ingente aglomeración de cuerpos y cabezas que se agitan al ritmo de la economía política, que pugnan por el espacio de la polis, con los resultados conocidos. Maravilloso espectáculo que, bien aprovechado por el márketing y una estratégica planificación, logrará venderse más allá de cualquier potencialidad crítica que se le supusiese. Un ejemplo local: en el puerto de Alicante, lugar donde termina la Guerra Civil española y con ella sus intentos revolucionarios; por donde republicanos, socialistas y anarquistas trataron de salir del país en un último intento desesperado por escapar del fascismo; en ese lugar, despojado de cualquier significación, se levanta hoy un puerto deportivo donde atracan yates de lujo, un centro comercial en el que brotan como hongos franquicias de multinacionales, zonas de ocio y pubs para el divertimento turístico. En fin: un vacío amnésico costoso de digerir. Cada ciudad adoptará su estrategia publicitaria, sus grandes eventos con que atraer el dinero que acabará en manos de los de siempre. Amparados en la idea de una modernidad reaccionaria que no admite discusión, los mercaderes campan a sus anchas, practicando la rapiña allá donde les convenga. La arquitectura de los edificios emblemáticos se convierte en el reclamo de la ciudad-mercancía. Los espacios históricos son usurpados por los vendedores de ilusiones y vaciados de sus contenidos para incluirlos dentro del paquete comercial. Cualquier centro histórico, abandonado a su suerte hasta hace relativamente poco, corre el riesgo de ser capitalizado, reinventado o recualificado, para una mejor explotación. Quien pretenda habitar esos espacios tendrá que poder costeárselo, de lo contrario el camino de la expulsión está marcado. Así, la casa se vende con los muebles dentro, sin mencionar la otra cara del espectáculo. Mientras se siguen construyendo viviendas que van a parar a manos de los especuladores, tener un techo bajo el que dormir supone hipotecar la vida cada vez más caro, trabajar más, someterse más . La ciudad será para quien la compre y, en La ciudad estas condiciones, la conciencia, la actividad a la contra, el cuestionamiento integral de toda una forma de vida burguesa y urbana, se vuelve un obstáculo para la propia supervivencia. Así que, como cantó Rosendo: “todo el mundo a sus quehaceres”. Se pretende que la ciudad sea asumida por todos plenamente, como un buen negocio que hay que saber aprovechar. Habitarla será cuestión de estrategia, de conseguir una buena posición y defenderla de las amenazas que la rodean. Las fortalezas urbanas, los edificios inteligentes, las urbanizaciones cerradas sobre sí mismas, las zonas exclusivas, proliferan en las grandes ciudades. Sobre todo en aquéllas donde la brecha que separa y une al amo y al esclavo se hace cada vez más grande. Los desheredados gritan: “a la ciudad”; los burgueses: “más policía”. La destrucción de la urbe, de su vana promesa, queda ya demasiado lejos. No hay salida posible. Y, sin embargo… un día cualquiera, amanece oukupada4 , llena de vida, en pleno centro del conflicto. Desde sus inicios la ciudad tuvo alternativas que, en sus versiones más utópicas, sí afrontaron la construcción de otra ciudad. Los intentos de Moro, Owen o Fourier, se encaminaban a la construcción de una Ciudad Ideal, armónica, que sería el correlato de una armonía moral; pensando que una racionalización del espacio social podía transformar el tiempo social, y contener el conflicto. De alguna manera no supieron del todo oponer otra visión espaciotemporal del mundo a la visión burguesa y las utopías acabaron pareciéndose bastante a un cuartel o un paraíso de espantosa felicidad donde se estatizaba el fluir social. Harvey5 lo explica mucho mejor que yo (además así evito seguir plagiando mal): “Utopía es una isla creada artificialmente que funciona como economía coherentemente organizada y en gran medida cerrada (aunque se conciben las relaciones cuidadosamente controladas con el mundo exterior). El ordenamiento espacial interno de la isla regula estrictamente un proceso social estabilizado e inmutable. Dicho claramente, la forma espacial controla la temporalidad, una geografía imaginada controla la posibilidad de cambio social y de historia.” (pág.188) Es la contradicción misma. La ciudad es la conjura contra la reacción más conservadora y es, al mismo tiempo, el foco de la dispersión y la anomia. El lugar donde el término alienación cobra todo su sentido al insertar su mecanismo histórico, tan bien definido por Marx, dentro de un espacio que lo acompaña y lo produce al mismo tiempo; que, a la vez, alberga las instituciones de la represión (policía viene de polis) y es escenario de las luchas sociales; que se santifica en sus espacios sagrados, sus iglesias, sus monumentos y catedrales, y se sataniza en los barrios populares, las barriadas, villas o favelas. He aquí el problema de todo este artículo: que la toma de la cidudad –que está en el centro de los movimientos sociales del siglo veinte–, es un asalto propuesto en toda su grandeza y toda su miseria. No obstante, ya he dicho que la okupación de un espacio, su pretendida liberación de un proceso de urbanismo devorador y excluyente, es uno de los focos de resistencia que me resulta más estimulante. Salvando siempre al concepto de su carga más autoreferencial, que no comparto. Además, lo entiendo como un proceso con un potencial contrario a la usurpación mucho más importante que la sola consecución de un inmueble. Cabría entonces hablar desde las “tomas de tierras” del MST en Brasil o las cooperativas de vivienda uruguayas, hasta la creación de un centro social okupado, como el Laboratorio de Madrid, pasando por los cortes de ruta en los accesos más importantes a la ciudad, que formaron en un momento la herramienta central de la protesta piquetera en la Argentina, o las tomas de los espacios productivos sometidos a procesos de Página 11 El nudo de las contradicciones. Al leer lo anterior, alguien podría pensar que todo ha ido siendo sin más, que la ciudad se ha convertido en lo que es sin ningún tipo de conflicto ni cuestionamiento y que, de alguna manera, se trata de un proceso natural e irremediable. Nada más lejos de la verdad. Me he contentado hasta ahora con recorrer la parte más cómoda, y hablar contra la ciudad desde la ciudad. Siempre en un plano metafórico que ha d e j a d o conscientemente al m a r g e n profundidades y matices que, aunque necesarios, hubieran roto la narratividad buscada. Aquí el Vista de un Falansterio principio de indeterminación puede haber jugado en contra de los lectores que buscaban un texto especializado, y a favor siempre de mi divertimento. Es, en todo caso, mi responsabilidad. A partir de ahora queda saber qué existe en la ciudad. Difícil tarea que otros han acometido (aún hoy algunos lo hacen) desde distintas disciplinas. Entiendo lo que existe como aquello que sucede más allá (o más acá) de los procesos que he tardado en describir varias páginas. Puntos de resistencia o procesos que van en un sentido contrario y tratan de no reproducir los esquemas de urbanidad burguesa. Aquí me encuentro con que, a la visión ciertamente pesimista y algo oscura que he esbozado más arriba, se le oponen, en otro plano, imágenes más soleadas. Cosas como ver la ropa colgada en los balcones y oler en las terrazas el olor fresco del jabón de las sábanas tendidas; caminar por ciertas calles de faroles bajos durante el crepúsculo; hallar una pequeña fuente incrustada en el barrio viejo que persiste en su murmullo apartada del tráfico; el olor a mar que a veces llega hasta la puerta del bloque donde vivo; escuchar cómo sube, a través del patio de luces, el canto que alguien deja escapar por la ventana de su cocina; o ver cómo una casa abandonada durante años, La ciudad desindustrialización. Son, a mi parecer, fórmulas parciales de destrucción que, al mismo tiempo, pueden contener dinámicas de cambio en procesos más amplios. Vale decir que son metafóricas en el sentido en que arrebatan un pequeño espacio a una dinámica social más amplia y pueden convertirlo en un nudo de contradicción cada vez más difícil de resolver y que genera represión. Por ejemplo, mientras los Partidos Comunistas de casi todo el mundo son legales y entran en el juego de la democracia burguesa, la okupación pasa (en España desde el 96) de ser un conflicto regulado por el código civil, a estar contemplado en el código penal; y cada paranoia defensiva que lleva a los amos a armarse hasta los dientes y atacar es un síntoma de agotamiento que nunca es suficiente como para sentarse a esperar, cual devoto satisfecho, su autodestrucción; pero sí un incentivo para ir dando pequeños empujoncitos, ir tomando los espacios y los tiempos de una ciudad que se expropia en beneficio de unos pocos. Notas. 1 Evidentemente, se nos puede advertir que existan ciudades desde mucho antes de la revolución industrial. La referencia, generalmente, suele ser la polis griega o remontes incluso anteriores a las primeras ciudades registradas por la civilización como Anatolia. Sin embargo, no estoy hablando aquí sólo de la forma ciudad, es decir: la aglomeración más o menos densa de personas en un espacio construido, sino del contenido urbano que es lo distintivo de una clase burguesa y urbana. Vaya por delante sólo un dato: Atenas no pasaba de tener 3.000 habitantes, por lo que, atendiendo a su tamaño podría ser poco más que un pueblo de la actualidad. Sin embargo, su forma política, su estructura social, sus conocimientos, se resisten a esta clasificación. No obstante, tampoco la consideraremos una ciudad en el sentido de este artículo, pues su régimen socioeconómico no era el régimen burgués sino el esclavista. 2 Para una explicación política de la supuesta crisis del petróleo de 1973, ver: Torres López (1995): Desigualdad y crisis económica. El reparto de la tarta. Ed. Sistema. Madrid. 3 “No hay alternativa”. Conocida frase de Margaret Thatcher con la que trataba de legitimar las políticas más duras contra los trabajadores en la década de los ochenta. 4 Tanto en el título del artículo como aquí, se ha optado por utilizar el término “okupación” con la variante ortográfica de la “K”, aún no estando de acuerdo con la componente autoreferencial que pudiera contener. No obstante, muchas personas y grupos que realizan una labor y una lucha a mi parecer encomiable en el campo de la okupaciones lo utilizan así y, por ellas, lo adopto. 5 David Harvey (2000): Espacios de esperanza. Ed Akal. Madrid. Manifestación de apoyo a los okupantes del cine princesa vez con mayor presión en pos de su demonización. Ciertamente, si la ciudad se tiene que defender de sí misma a toda costa, tomarla “sin pagar un duro” a cuenta de lo que nos están usurpando, pone un pie en el espacio y otro en el tiempo y puede potenciar así la construcción de subjetividades distintas, con una mayor resistencia a las dinámicas imperantes en el neoliberalismo. Es, lo sé, casi un acto de fe decir esto. Sin embargo, la Animales de cemento Somos unos payasos con el corazón destrozado. Y gozamos de la facultad de mover los músculos de la risa. Oscar Wilde – De Profundis Para contemplarlo tengo que dejarme tragar por la avenida y rodar por su bullicio durante algunos minutos. En el trayecto me divierto mirando a las personas que pasan, que se aprietan, que se empujan a mi lado, quizás sin prisa, pero con la costumbre de correr. Nunca faltan las señoras que se acoplan por los brazos y detienen, como un dique charlatán, al aluvión de gente. Suelen llevar a la altura de sus nucas bandadas de insultos, de protestas que no oyen. También encuentro siempre a los señores de zapatos espejados y a los otros que con humo en la boca o bostezando pasean a sus perros, sus perros de todos los colores, malcriados, pulcros; más limpios, más queridos que sus dueños. Por fin llego. Tiene ojos enormes, violentos, atravesados por chispazos verdes y azules y distantes que huyen y regresan para hacer de su mirada una invasión, una ventosa. Por sus cuatro o veinte bocas entran continuamente cuerpos y desaparecen tras su dentadura transparente, al tiempo que otros salen Página 12 La ciudad con los gestos sacudidos por el laberinto de vísceras y números y luces. Lo miro desde lejos: grotesco, enorme, engullendo venas y monedas, impasible, ansioso. No es el único. Por lo general, cuando me canso de observarlo, giro la esquina y subo la cuesta que comienza justo detrás de un árbol gigantesco, que está siempre rodeado de pájaros, nubes y humaredas. El ruido baja por el asfalto como una catarata negra, resbalando sin vértigo ni limites. Las personas parecen tener una cuerda tironeándoles la espalda, y descienden reclinadas, echando hacia atrás las cabezas y tal vez los pensamientos. Trepo esa corriente y al final de la joroba lo encuentro, pálido, blancuzco, vigilando la ciudad con sus veinte, treinta, cien pupilas cuadradas, llenas de una luz que estampa su miseria contra la potencia del sol. Salto hacia su vientre por los labios fríos de su sexo y me enredo en cables relojes y papeles, me enredo en cifras, en fórmulas, en hielo. Huyo, escapo por las escaleras de su estómago y en un parto sin anhelos nazco hacia otro invierno. Me ajusto la bufanda y me alejo; algo abatido, caminando unos centímetros detrás de la brasa del cigarro. Entonces ya no miro a nadie, todo me resulta un conjunto de manchas, de bultos uniformes que no tienen destino y que parecen en el viento esquirlas de un estruendo triste. Al cruzar la vías del ferrocarril tuerzo la vista hacia los campos: al costado de esas dos venas de herrumbre se alinean otros animales que escupen humo y ruidos contra el cielo. Parecen no terminar jamás, propagarse, extenderse con los trenes, siguiendo su procesión de hierro, su alarido, vomitando sudor, alimentando digestiones de hombres y de sombra. G. Grosz La noche casi siempre embarra al sol cuando paso por allí. El frío ensaya su ejercicio de alacrán en mis zapatos y una necesidad de fuga me viaja por la lengua y se deshace. Regreso. La ciudad es un pulmón de niebla. Giro la llave y abro la boca de mi amarillenta bestia de cemento. Menelo Curti Página 13 La ciudad (Ejercicio de paisaje y bifurcaciones) Las primeras baldosas son rectangulares y feas; el marrón de mis zapatos desaparece y vuelve sobre ellas, primero uno y luego el otro hasta hacerme alcanzar la mancha de hojas muertas, pisoteadas, que se pudren bajo el invierno que las humedece y emborrona. Después viene la esquina, donde casi siempre el viento afila sus cuchillos contra los pantalones que se asustan y se pegan a las piernas. Está ahí la primera encrucijada, la duda, la cola de dos destinos: hacia un lado la vereda se angosta y embarulla, adentrándose en un túnel de vidrieras y luces pálidas, febriles. Hacia el otro es todo más amplio, algunos árboles asoman la cabeza por encima de las casas y una claridad como de campo brota y permanece. La acera que desemboca en el ruido tiene la piel mugrienta, con envoltorios coloridos y tristes moviéndose de un lado a otro, agitados por un nerviosismo de pasos y de prisa. Las baldosas siguen siendo rectangulares, pero ahora están separadas por colillas que sangraron su humo hace ya tiempo. A medida que avanzo se multiplican los zapatos: zapatos apurados, fugaces, y zapatos lentos, que tardan en alejarse de la sombra que camina delante de los míos; zapatos brillando frente a la caída de la tarde, y zapatos sucios, tenues, algo tristes. Casi todos cargan con voces que dejan al pasar flecos de historias, de aventuras que no entiendo pero que sé rotas, o absurdas, o envidiables: porque todos, todos traen a un hombre. Si giro rumbo a las cabezas de los árboles lo primero que encuentro es el cordón que como un pequeño precipicio baja hasta el asfalto. A pocos metros los coches viajan perseguidos por su humo y esa especie de tos que los empuja. Cruzo la avenida cuando el silencio asegura un puente sobre las manchas de aceite que abren la boca y quieren lamerme. Al otro lado, entre las baldosas, crecen yuyos; y al rato de andar entre los yuyos se ven todavía algunas baldosas. La ciudad se va diluyendo, sumergiendo sus brazos, sus calles, sus raíces en los campos. De vez en cuando vuelan entre mis pasos insectos transparentes, rellenos de fuego por la tarde. La acera de repente da de bruces en la tierra, y allí nacen otros dos caminos. Uno tiene el ancho de mi cuerpo y se mete, esquivando matorrales, en el llano marrón, quemado por la escarcha. Por el otro una caravana de hormigas arrastra pedazos de Página 14 Cabizbajo Menelo Curti pan, trazando una línea que desaparece entre los pastizales y regresa al alcance de mi vista centímetros después. Siguiéndolas descubro un paisaje, un territorio que está demasiado lejos de quien pasa apresurado y lo deja atrás o debajo de sus suelas. Hay formas, manifestaciones de tierra y de olores, y color y también ruidos; todo moviéndose alrededor, junto a las hormigas. El pasto lanza sombras puntiagudas y las piedras le contestan sacando su filo al sol; el viento cada vez que sopla mueve todo, desordena el polvo y manda a muchas hojas a secarse en otra parte. Me acerco y el terreno tiene arrugas, lomas, grietas que las hormigas evitan o que ignoran, empecinadas en llegar antes que la noche al agujero que lentamente las engulle y las exilia de mis ojos. Puedo quedarme ahí prestándole mi cara a la tristeza o retroceder y seguir por el sendero que no es más grueso que mi cuerpo. Entonces camino rozando y haciendo silbar los matorrales que me salen al encuentro con las puntas de sus ramas. Hay varios yuyos más abajo que parecen venas amarillas, medio hundidos en el terreno que se esfuma y quiere desaparecer al mismo tiempo que el sol. Al principio puedo ver cómo mis pasos abandonan sus huellas sobre otras anteriores, cómo el polvo los rodea y se extiende contra el llano. Después los adivino, sé que van a la par de su sonido, mezclándose con los cantos de los perros y los gritos de algunos gallos despistados. Más adelante todo es negro: mis pasos, la senda, los campos: como si un agujero inmenso nos tragara. Hasta la vereda de la piel sucia y pisoteada no baja nunca la noche; un techo de farolas la detiene arriba, lejos de la gente. Buceo entre cuerpos, voces y zapatos, mirando de reojo las fachadas. Hay puertas, muchas puertas; unas son mudas y esconden tras su silencio de madera familias, cenas, risas, discusiones, hambre, sueño... Hombres, hombres enteros o gastados. Otras están abiertas y vomitan o sangran ruido. Detrás de ellas hay más hombres con la misma entereza o el mismo agotamiento, iguales a los que me rozan al pasar, idénticos a mí. Hombres que persiguen el viaje de las horas y fantasmas y sus sueldos, hombres que rastrean dioses y entrepiernas, camas, mentiras; o que buscan, como yo busco, versos que repitan lo que dicen las veredas mientras la ciudad como una boca enorme nos devora. La ciudad LA CIUDAD DESDE LA PECERA El escritor, a eso de las diez de la mañana, se sienta en su pecera de la calle Alcalá a ver y a sentir palpitar el pulso, el trajín de la vieja ciudad con la cara recién lavada. Tras la luna de la pecera del escritor esa luna que, ahora en invierno, deja que el frío se cuele como una lagartija veloz la ciudad se despereza y empieza a vivir. El último desvencijado carrillo del último trapero haragán, se cruza con el trolebús resplandeciente que parece de anuncio. La señora que vuelve de su misa, el velito a la cabeza y en el estómago un huequecillo que el desayuno tapará, camina al lado de la jovencita pizpireta y bien plantada, pintada de arriba abajo, que lleva la cabeza poblada de amorosos fantasmas y el pecho habitado por un pájaro loco de deseos inconcretos. El niño zascandil y pelirrojo, especialista en recados arbitrarios, adelanta en su caminar al conspicuo señor de bombín que prepara una sutil y compleja operación de bolsa. El poeta con barba de cinco días y mirar iluminado, ni ve al petimetre triunfador, de gomina en el pecho, chaqueta a trabas y jacarondoso caminar. Es extraño, proteico, atemorizador, el mundo de la ciudad, el mundo que divisa el escritor desde su pecera, desde su atalaya, desde su alto puesto de vigía de la mañana. La pecera desde la que el escritor contempla la ciudad es una pecera poblada por un aliento vivo, bullidor y apresurado. Los peces del café de la primera hora son peces de paso, peces oficinistas, peces viajantes, peces que apuran con avaricia, con voluptuosidad sus breves horas de aire libre y de conversaciones en alta voz. Desde la pecera del casino de enfrente, una pecera habitada por el aliento, muerto, extático y silencioso, un inmenso vacío tiene su siniestro mirar clavado, como el ojo de un pájaro, sobre el humilde, sobre el franciscano afán del escritor. Un pollo de capa negra se contonea en la cola del autobús. Delante tiene una mujer triste, enflaquecida, más que flaca, con un ojo tapado por una cortinilla negra. Detrás espera un hombre pequeñito, tristón, con cara de ardor de estómago y de carnet de familia numerosa. El autobús llega y se traga la cola. Es cosa de un instante. El voraz autobús se pierde, allá a lo lejos, entre los árboles ateridos y el fárrago de la ciudad. El escritor, quizá sin pensar en nada, lo ve marchar. Los brilladores, los balanceantes automóviles de la fortuna, adelantan, entre zigzag, a los honestos taxis desvencijados, desportillados, asmáticos. El hombre sano y el hombre enfermo caminan al mismo paso de andadura. La mujer feliz y la mujer a quien mantiene la congoja en pie, procuran no tropezar en la misma abierta y desguarnecida boca de riego. El niño guapo del abrigo holgado y el niño feo de la bufandilla, sueñan, al tiempo, con los mismos legendarios héroes del oeste. El perro de la vacuna y la medalla en la exposición canina husmea, casi con ilusión, al chucho agnóstico, trotamundos y deslomado que ve la vida como un príncipe sin corona y sin pan. Ante los ojos del escritor, por detrás de la luna de su pecera, el mundo, esa inmensa serpiente de mil colores, pasa sin entregarse. Quizás, también, muriéndose por entregarse. Es la cruel ley de la vida, que ni sabe ni quiere formularse con claridad. La ciudad, que ya se ha despertado, quizás esté ya terminando de desperezarse. La gente, menos sonámbula, comienza a cobrar confianza en el nuevo día. La ilusión es algo así como esa bendición que Dios deja caer sobre las cabezas que ni sospechan son bendecidas. Las nurses de los niños de lujo vigilan, celosamente, que los niños de lujo no se diviertan demasiado. Un viejo de noble facha saca a pasear, al neblinoso solecillo de noviembre, un setter con cara de buen cazador. La señorita de ojos achinados levanta, sin darle una excesiva importancia, verdaderas oleadas de admiración y entusiasmo; se ve que está ya muy acostumbrada. Un hato de turistas mira para los tejados. Sí, la ciudad ya está en lo suyo, ya va encontrando su postura del día que le corresponde. Todos los días de la semana son distintos y de distinto color en la vía de la ciudad. Quizás alguien supiera decir por qué. El escritor, ¿quién sabe!, a lo mejor lo intenta cualquier mañana. Las hojas caen empujadas por el viento, por el frío y por el calendario. Los hombres y las mujeres trajinan y caen también empujados por una misteriosa fuerza a la que no pueden sustraerse. El escritor, a eso de las once de la mañana, se levanta de su pecera de la calle Alcalá, de la pecera tras cuya luna se sentó a escuchar el latido de la ciudad. El escritor se pone el abrigo y se va. Tiene que escribir un artículo. Es su oficio. Los hombres que pasan por la calle también tendrán, probablemente, su diario deber, su cotidiana obligación. CamiloJoséCela –Cafédeartistas yotrosrelatosvolanderos. Página 15 La ciudad Preguntándote si existes Queréis versos; y yo he de negarlos, deciros que son sólo acecho y persecución de la vida: tiempo, ritmo, arrebato y muerte; nada más. Antes he de deciros que hay cárceles, tumbas, y uñas quebradas a la angustia por arañarle bocanadas a la vida; que hay alguien siempre con los pulmones llenos de tierra, con los puños cerrados de tantos golpes, con los ojos aún abiertos a la esperanza o los gusanos; que hay alguien ahí abajo sin saber ya si es la cárcel o la noche, si son barrotes contra la vida de la carne o si son los huesos contra el alma de la muerte; que hay voces ahí abajo, que hay voces que gritaron su espanto como lo gritan las nubes; que hay voces aquí abajo, que hay llanto, y vienen de arriba los fusiles a descargarles el rayo. Pero queréis versos. No, escuchad: también tiene sepulturas el silencio bajo prisiones de periódico, y cuando pasa el viento hay siempre una voz entre los cartones que con vino se calienta; y cuando pasa el frío, con su ráfaga Página 16 de zapatos y corbatas, hay una voz entre los cartones invocando lluvia, pájaros, barcos, y sólo le responde la costumbre, el relámpago, la moneda. Te lo juro, hay una voz entre los cartones preguntándose si existes, si eres palabra o sólo cálculo, si tu cuerpo abraza un alma o si la atrapa, la asfixia, la amordaza. Pero queréis versos. Y yo tengo versos, pero no para darlos a cambio de silencio. Probad a abrir los párpados. Probad a abrir los labios. Yo tengo versos, pero antes revienta la calma un guantazo que una palabra. ¿Queréis versos? Escuchad los que recita el hambre por semáforos y esquinas. ¿Queréis versos? Escuchad los que ahogados arañan cárceles y tumbas. Escuchad, escuchad los que escribe la muerte cuando mandan callar y alguien grita. Q. H. «(...) Por último solicité entrevista con el rey. Pero me dijeron que éste andaba de cacería por sus tierras, que él llama jardines. Y a las tierras del rey me fui, que es igual que irse por toda España. En estas cacerías del rey se ven todas las cosas imaginables y hasta imposibles; lo único que no se ve es una pieza de caza. En cuanto me adentré en el bosque, un grupo de mujeres desnudas se me abalanzó gritándome que me quedaba muy bien el disfraz, pero que estaba muy recargado de telas. Y al momento me dejaron desnudo; y caí, mientras me vestía, en un círculo de bebedoras de vino barato, que nada más por divertirse se sacan los ojos y luego siguen bebiendo y bailando; todo esto en medio de risotadas y palabras tremendas. «--Ésas son las mujeres que no les falta nada por hacer —me dijo un muchacho, que me sorprendió por lo cortés de sus palabras, y por su sonrisa—. Ésa es la danza del suicidio, después de un rato no quedará ninguna viva. «Y así fue que miré para el grupo de mujeres y las vi ahora atareadas en arrancarse los brazos unas a otras. El muchacho me siguió explicando cómo a estas antiguas cortesanas, o damas de la nobleza, les llegaba un momento en que todo les fastidiaba y les hastiaba, y, cansadas, decidían destruirse. El rey, que se había enterado de este asunto, decidió invitarlas a todas, para que continuaran esa ceremonia en su cacería, como parte principal del programa. Ahora las mujeres se habían concedido una tregua, y descansaban. El muchacho fue hasta ellas y las poseyó una por una; terminada su tarea volvió otra vez hasta mí, como quien ha cumplido un penoso deber. »—El placer no debe faltar en ningún momento —me explicó con calma—, y menos en el de la muerte, que por ser el último, es el que más se disfruta. Pero dígame: ¿cuál es su oficio en esta cacería?, pues aquí todos tenemos un oficio específico. » — Ninguno —dije—. Sólo trato de ver al rey. »—Yo lo puedo llevar hasta donde está su majestad, pues ya ellas están satisfechas y no necesitarán de mí durante un rato —dijo, señalando hacia las mujeres, que amontonadas unas sobre otras, soltaban estertores desfallecidos y se arrancaban con calma todos los pelos de la cabeza. »—Así que ése es su “oficio específico” —dije, señalando a las mujeres en reciente paroxismo. »—Pero él no me contestó. Me tomó de la mano y me condujo por entre un pasadizo de árboles encima de cada cual había un obispo rezando, sibilantemente, su breviario. »—La religión nunca debe olvidarse, porque entonces los pecados perderían su gracia y dejarían de serlo. Ay, y qué sería de nosotros si no existiese el pecado. Qué sería del mundo. Por eso su majestad pone, sobre cada árbol, un obispo, que no participa en ninguna de las ceremonias de la cacería, y que sólo se mantiene allá arriba para recordarnos que estamos pecando, y prodigarnos ese goce. »Y entramos en una gran explanada, donde no había ningún árbol, y sólo gente y más gente en cuclillas y con la cabeza fija en la tierra y sin que nadie hablara ni se moviera. “Éstos son los droguistas”, me iba explicando el muchacho, a medida que cruzábamos por sobre las cabezas de los viciosos, que ni por eso salían de su ensimismamiento. “Si usted quiere...”, me dijo el muchacho, y cogió uno de aquellos artefactos de quemar droga y lo absorbió con calma durante un rato, luego soltó una gran llamarada de candela por la boca, y después una negra columna de humo le fue saliendo por los oídos. Yo me asusté mucho, pensando que iba a estallar. Pero, entregando el instrumento de fumar a quien se lo había tomado, continuó andando por sobre las cabezas inclinadas, como quien va por sobre un lugar empedrado. Y yo me fui tras él. Así fue que arribamos a dos grandes charcos de agua, y uno estaba congelado y los trozos de hielo flotaban por el centro, y el otro echaba humo y el agua borboteaba de lo hirviente que estaba. Y mucha Página 17 El sótano gente nadaba en ellos y se trasladaba de un charco a otro, pero sólo por una vez, pues el cambio era tan terrible que al momento quedaban flotando, muertos sobre el charco. Algunos, que en un principio sólo hacían uso de un baño (conservando así la vida), utilizaban los cadáveres como balsas y navegaban sobre ellos hacia parajes distantes. Pero casi siempre terminaban cambiando de charco, y pasaban a convertirse en balsas. Sobre esto el muchacho no me dio siquiera explicación. Y yo tampoco pregunté, pues no lo creí necesario. Bien sabía yo que ése era el lugar de los inconformes... Y tuve deseos de tirarme sobre el charco frío, pues me sentía como ahogado en llamas. Y me tiré. Y ya dentro creí morir de frío y quise a toda prisa tirarme al charco hirviente. Y ya iba a dar el salto cuando el muchacho me agarró por el cíngulo y me condujo a tierra. Y a remolque me fue alejando del lugar, mientras yo pedía a voces que me dejara meter aunque fuese un instante en el charco tibio, pues me sentía traspasado hasta los huesos... »—Ahora vas a conocer las tres Tierras del Amor —me dijo el muchacho cuando terminaba de restregarme los músculos—. Las tres tienen sus ventajas, pero ninguna es perfecta. »Y así fue que cruzamos cerca de un lugar donde todo era llamas, y ya frente a ellas mi guía dio un grito y apareció un negro inmenso, que sin decir más lo tomó entre sus brazos, como si fuera una piedra, y lo lanzó con fuerza para el otro lado de las llamas. Yo vi aquello y empecé a gritar y a tratar de huir, pero ya el negro me agarraba. Y sin más me vi en el aire, pasando por encima de aquellas lenguas llameantes que me lanzaban chispazos sin que por suerte pudieran alcanzarme. Y fue la caída más suave de lo que pensé, pues vine a dar a un mar muy viscoso que no tardé en comprender con horror que se trataba de semen. Desfallecido, traté de encontrar la orilla y empecé a nadar. Y en eso vi al muchacho que sacaba la cabeza de entre aquella blancura y me dijo: »— Estás en la primera Tierra del Amor —y con gran trabajo me pude mantener a flote para contemplar todo el panorama. » A pesar de lo cual a cada rato me veía obligado a tragar (en contra de mi voluntad) un poco de aquel líquido indeseable a mi paladar. Y lo que vi no fue más que hombres y mujeres. Hombres en plena virilidad y mujeres en la edad en que inspiran más deseos, poseyéndose constantemente hasta quedar desfallecidos, yendo a dar al fondo de aquel mar espeso y blancuzco. »—Si esto es todo, podemos seguir —le dije al muchacho. Página 18 —Y a uno de sus silbidos interrumpió la posesión que estaba haciendo a una de las mujeres y se colocó en los brazos del negro, que acababa de aparecer en actitud lujuriosa. El negro me tomó a mí también. Y de nuevo nos vimos lanzados al vacío. Y he aquí que caímos en un arenal semihúmedo y con poco sol. »—Esta es la segunda Tierra del Amor. Y no te guíes por el orden que te doy, que sólo es una necesidad de la narración. »Y todavía no habíamos tenido tiempo de explorar el lugar cuando un grupo de mujeres furiosas se nos abalanzó y a golpes de arena nos expulsaron de su tierra. Ya protegidos de aquel infernal ejército pude, a distancia, ver de qué se trataba: mujeres y más mujeres revolcándose en la arena y prodigándose caricias inenarrables hasta llegar al paroxismo, y quedar desfallecidas. Entonces otro batallón las iba enterrando, sin más, entre la arena húmeda, y volvían otra vez a sus aturdidores quehaceres, hasta que les sucedía lo mismo que a las enterradas... »—En verdad que si ésta es la segunda Tierra del Amor, prefiero la primera —dije. »—Y el muchacho parece que no me oyó, pues me respondió diciendo: »—Ahora visitaremos la tercera y última Tierra del Amor, puesto que es conveniente que sepas que solamente existen tres, y todos pertenecemos a uno de sus grupos o a los tres. »Así fue que a un breve silbido apareció, detrás de unos derriscos, el gran negro y, sin más, nos toma en sus brazos y nos rebota como si fuéramos unos pescados podridos. Y llegamos (después de recorrer muchas nubes y haber provocado un aguacero con rayos) a caer en un sitio mullido, donde todo no era más que almohadas, donde brotaba desde el suelo una música que parecía rastrera, pues apenas uno se ponía de pie dejaba de oírse, por lo que decidimos caminar arrastrándonos para no dejar de escucharla. Y de vez en cuando emergía del aire como una ráfaga de cierto perfume que no era perfume, sino una especie de aire que viniese contaminado de algún campo recién despertado. Lugar agradable parece ser éste, dije, y como ya el cansancio de aquel tropel era bastante, me tiré sobre tantas almohadas y al momento ya estaba rendido. Pero he ahí que me despierta al poco rato una mano que ya me acaricia la cabeza, que ya desciende hasta mi vestido desabotonándolo; y abriendo los ojos veo ante mí a un hombre moviendo los labios como si rezara una oración extraña, y como temeroso de no poderla terminar, o de olvidarla. Imaginando, pues, en qué sitio me El sótano encontraba, me deslicé, raudo, por debajo de las almohadas, y como un pez atravesé todo aquel sitio, hasta guarecerme en lugar seguro dentro de una funda, a través de la cual podía ver lo que el muchacho me había presentado como la tercera Tierra del Amor. Deben, pues, imaginarse algo semejante al país de Sodoma, pero no tal como ése, pues todo aquí parecía obedecer a un orden donde no había ni el más mínimo rezago de anarquía. A diferencia de la tierra del Primer Amor, el lugar se conservaba muy limpio, gracias a unos profundos canales por los cuales se deslizaba lentamente el semen que iba a parar al mar, anegándolo, para consuelo de las blanquísimas gaviotas. A primera vista me pareció que todo estaba bien. Aunque no participara en aquel procedimiento, estimo que el placer no conoce el pecado y que el sexo nada tiene que ver con la moral. No había pues allí más que hombres desnudos siempre acariciándose y poseyéndose unos a otros u otros a unos. Y los más estaban agrupados en parejas y sólo hablaban y se poseían entre sí. Pero en todo aquello había algo extraño que a primera vista sobrecogía, y que luego daba miedo. Y yo no sabía qué era. Hasta que después pude ver que las parejas se iban disolviendo y cambiando de miembros. Así que aquel amor era poco duradero y terminaba, como siempre, colmado por el hastío. Hasta que llegaba la melancolía, como una especie de tristeza suave. Y una gran fila india iba recortándose al final del campo y desapareciendo, como una corriente de poco fluir, entre la otra corriente que iba a parar al mar; y las blanquísimas gaviotas, al verlos llegar, también se ponían muy alegres, y también se abalanzaban sobre ellos, no sin antes haber planeado en el aire ceremoniosos vuelos en honor al festín. »—¿Tampoco te gusta este lugar? —me interrogó entonces el muchacho, mientras se entregaba a un hombre que lo poseía en forma despiadada. »Y yo esperé a que terminase para contestarle que tampoco, y que no creía que aquello tuviese ninguna relación con la felicidad, que por otra parte la considero inexistente, y hasta me parece ridículo hablar de ella. Además, le dije después de haberle explicado mi teoría, dices que sólo existen estas tres categorías, pero entonces yo no estoy en ninguna de ellas, lo cual prueba que lo que me has enseñado no es cierto. »—Pero si acabas de negar la existencia de la felicidad es muy natural que no estés en ninguna de sus categorías —me dijo el muchacho desfallecido, y echó a andar junto a mí—. No obstante —siguió hablando el muchacho—, hay un grupo que no tiene trascendencia, y en el cual podrías encontrarte “tú contigo”. Su majestad los ha calificado con el nombre de “los desperdicios”, pues a él va a parar gente de todos los grupos que ya hemos visitado. Así que vamos allá. »Y echamos a correr, pues una gran manada de hombres se nos acercaba con sus dones muy frescos y señalando hacia nuestros cuerpos... así fue que, poco a poco, entramos en lo que yo llamé el País de la Desolación, y todavía creo que el nombre no está tan por los aires. Cruzamos por entre una gran alameda de gajos muy largos y rectos, que semejaban brazos suplicantes. Y al poco rato pude ver a un anciano que se frotaba las manos con furia y soltaba un quejido. »—Eso no tiene mayor importancia —me dijo el muchacho cuando le interrogué—. Fíjate que hasta lo han desterrado de su sitio. Su pasión consiste en sacar chispas de las manos a través del frotamiento. »Y seguimos andando. Iba yo un poco distraído, mirando para todos los sitios cuando, de pronto, me veo rodando hasta un abismo que no parecía tener fin; y he aquí que caigo de pie sobre un pupitre y junto a un hombre que escribía, rompiendo sus papeles y haciéndole añicos la pluma. Y veo que el hombre, dando un gran grito, se eleva por sobre el agujero, y corriendo hasta uno de los árboles alarga una cuerda y al momento se ahorca. Ayudado por el muchacho salí de aquel hueco, y le pregunté, señalando hacia el ahorcado, que por qué lo había hecho. »—Lo has interrumpido cuando estaba escribiendo su gran obra, y eso le costó la vida. »Yo sentí que el cielo se me venía encima: había sido el causante de un suicidio. Pero el muchacho, que adivinó mis meditaciones, repuso: »—No te preocupes, que ese hombre jamás hubiera terminado su obra, no olvides que estás en “la tierra de los que buscan”, y, por lo tanto, nada encontrarán. »—Pero, ¿no dices que era una obra maestra? »—Precisamente por eso nunca la hubiera terminado —me contestó el muchacho. »Y yo, aunque no quedé muy convencido, seguí andando. Y así fue que nos detuvimos delante de una mujer que trataba de parir por la boca. Continuamos andando, hasta que tropezamos con un hombre que se había sacado un ojo y quería colocárselo en la espalda, para ver por todas partes. Y seguimos andando y nos detuvimos frente a una anciana que con un cuchillo muy afilado se cortaba las arrugas de la cara. Luego vi a dos niños que con una vara muy larga apuntaban hacia el cielo, y al preguntarles qué buscaban en las alturas, me contestaron que estaban aguardando a que saliese la luna para darle un pinchazo y desinflarla; eso me causó cierta gracia, pero enseguida me dio tristeza. Los niños me llamaron, pues decían que como yo era más alto que ellos quizá podría alcanzarla. “No lo creo”, les dije, y continué mi andanza. Y así fue que me vi frente a un poeta que se paseaba despavorido por toda aquella región. Y al preguntarle al muchacho, me respondió que se trataba sin duda de un poeta muy valioso que durante toda su vida se había dedicado a la construcción de un poema genial y que para terminarlo solamente faltaba una palabra, y que tras ella ya hacía más de veinte años que andaba, sin encontrarla ni por equivocación. Y a una señal del muchacho el poeta se acercó. Yo quedé muy sorprendido al verle inclinarse delante de nosotros y hacernos una profunda reverencia. Y a otra señal del muchacho el poeta levantó el pliego de papel, que nunca soltaba de las manos, y a la altura de sus ojos empezó a leer. Era realmente un poema como nunca antes lo había conocido y como bien sé que no habrá tampoco quien lo vuelva a declamar. A medida que iba leyendo, las palabras se transformaban en una magia sonora que me tenía más que embriagado, y era como un verdadero monumento, donde cada piedra ocupaba justamente el espacio indicado, sin que sobresaliese ni la más mínima rajadura. Pero sucedió que de pronto, cuando ya la composición concluía, el poeta cesó en su lectura, y nos dejó en suspenso: aguardando el final al que sólo faltaba una palabra. Pero la palabra no se dijo. Y fue como si después de haber saltado un gran precipicio y estar ya en la Página 19 El sótano otra orilla, resbalásemos con un pequeño pedrusco y fuéramos a dar al vacío... Nuestro gran poeta dobló otra vez sus papeles, ya amarillentos, y después de una gran inclinación se marchó mur murando: “Vencido”. “Tormento”. “Estancia”. “Extremos”. “Tinieblas”. “Manos”... Y así iba repitiendo y desechando palabras y más palabras, como quien buscase en una playa una concha imaginaria, y sólo tropezase con las verdaderas. “Tierra”. “Distancia”. “Eternidad”. “Hojas”. “Dimensiones”. “Carcaj”... Hasta que se dejó de oír. »—Tiene que encontrar la palabra —dije entonces. «Y en verdad me sentía conmovido. Y yo mismo me puse a rebuscar en mi vocabulario: “Tristeza”. “Huida”. “Encierro”. “Hoguera”... Y el muchacho ni siquiera se molestó en responderme; se rió y siguió andando. Y pasamos junto a un viejo cargado de tantas arrugas que no se podían ni contar, sin pelo y sin voz, sin fuerzas para sostenerse, acuclillado y mirando siempre a alguna parte. Y como el muchacho pasó de largo sin querer mirarlo, yo reparé en este personaje que se hallaba alejado de todos los demás; y le pregunté a mi guía cuál era la búsqueda de aquel anciano, pues no daba siquiera la sensación de esperar nada. »—Tienes razón —me respondió el muchacho— su aspecto no indica obstinación, y sin embargo es el más obstinado de todos los que has visto participar en esta cacería de cosas imposibles. Pretende lograr la eternidad. Y para eso qué otra cosa puede hacer sino esperar. Y no te quede la menor duda de que ese hombre es el más desgraciado de todos los que has podido ver en el recorrido: pues bien él sabe que su empresa trasciende el límite de lo humano. »Y dejamos a aquel anciano esmirriado que a cada momento parecía como si se fuera a desmoronar. Y nos detuvimos frente a otro anciano de largas barbas blancas, que sostenía en una mano un espejo y con la otra se golpeaba el estómago. Y el muchacho me explicó que dicho individuo quería verse el alma. Y que presintiendo que ésta residía en el estómago, se lo golpeaba sin cesar, en espera de verla salir de un momento a otro por entre los labios. Y seguimos andando y he aquí que estamos frente a un alto precipicio del cual se lanzan, continuamente, centenares de mujeres y hombres, yendo a despedazarse contra los troncos del abismo. Y, sin embargo, a pesar de estas consecuencias, las tiradas se sucedían con mayor vertiginosidad. »—Estos son los que quieren alzar el vuelo —me explicó el muchacho mientras me sujetaba, pues yo sentí un gran mareo que poco faltó para que me despeñara... Y como ya estaba un poco cansado, le pedí que me llevase al fin hasta donde se encontraba el rey, pues ésa, y no otra, era la causa de mi visita. Y el muchacho, sin decir nada, me fue sacando de aquel derrisquero, y por todo el camino fuimos tropezando con infinidad de seres, todos queriendo hacer cosas inverosímiles: gentes que trataban de hacer oír a los pies. Mujeres que pretendían cargar el sexo en la frente. Hombres enterrándose vivos. Viejos que querían hacer hablar a los árboles y niños que a toda costa trataban de detener el tiempo. Cruzamos otra vez aquel claro, pues íbamos de regreso. Y pude ver de nuevo al poeta, que ya había agotado todo su vocabulario y ahora hacía combinaciones silábicas que no tenían ningún sentido. Así lo oí perderse entre los matorrales, murmurando: “Heternosto”, “tonetis”, “alans”... Y cuando ya íbamos saliendo volvimos a ver al viejo empeñado en Página 20 lograr la eternidad. Estaba ahora más inclinado que nunca, y el sol, que ya iba despuntándose sobre un costado del mundo, depositaba sus rayos sobre su cabeza lisa e inmóvil, con lo cual ésta resplandecía como otro sol más pequeño y fijo... De todas las cosas que vi, esta cabeza despoblada, ya centelleando, ya tocando la tierra, ya casi sucumbiendo, ha sido una de las que más recuerdo y la que me causa más tristeza. Y es como si yo mismo me viera en esa posición: luchando inútilmente contra lo que ni siquiera se puede atacar... Y como no quise ver más nada, seguí andando, con los ojos fijos en mis pies y en el suelo, que con la puesta del sol parecía ser el reflejo de una gran llamarada que se desarrollara a distancia... No me has enseñado más que desolaciones, le dije al muchacho, pero para eso no tenías que haberme hecho caminar tanto. Y con seguridad que esto no es todo. Y me di cuenta que le gritaba, pero él seguía andando y ni siquiera miraba atrás. ¡Y con seguridad que esto no es todo!, volví a gritarle, quizá para convencerme a mí mismo de lo que afirmaba. Y así fue que el muchacho siguió andando, y sólo vino a detenerse al llegar a unos pinares tan cenicientos, altísimos y esmirriados que debían de tener por lo menos mil años. »—¿Y qué es lo que falta? —dijo el muchacho, y por primera vez lo vi cansado. »Y con un gesto de fatiga se recostó al tronco de uno de aquellos árboles sobre cuyas hojas luchaba el sol por sostenerse. Y yo no supe qué decir... Y fue así que me recosté junto a otro de los pinos, sobre el cual también el sol luchaba por permanecer, hasta quedar penosamente prendido a una última rama. No he venido aquí a que me demuestres lo que además conozco y de lo que siempre se ha hablado. Lo único que quiero es ver al rey y comunicarle mi situación... Y no reclamo piedad, pues eso me parece ridículo en quien nada ha hecho... Y como ya oscurecía, las palabras se fueron transformando a la vez que las sombras, y se perdieron, resonando por todo el pinar. El muchacho se inclinó y comenzó a mirar muy fijo. Luego dejó de hacerlo y, llevándose una mano a la frente, se volvió de espaldas. En esa posición me pareció que soportaba una gran tristeza, aunque bien podían ser los efectos de la tarde... »—El rey soy yo, y nada puedo hacer por ti —dijo al fin. »Y girando lo vi de frente: era ya un viejo de cara arrugada al que el viento le fue repentinamente tumbando el pelo. Y al hacer un leve ademán autoritario desapareció su último rasgo de juventud. »—Sí que puedes ayudarme —le dije, y lo seguí tratando como al muchacho de antes, para que no fuera a notar mi sorpresa—. Entonces, ¿a quién voy a solicitar ayuda? »—¿Para qué quieres modificar lo que precisamente te forma? —dijo—. No creo que seas tan tonto como para pensar que existe alguna manera de liberarte. El hecho de buscar esa liberación, ¿no es acaso entregarse a otra prisión más terrible? ¿O es que de nada te ha servido la excursión entre “los buscadores”? Y además —añadió, mientras se disponía a marcharse—, suponiendo que encuentres esa liberación, ¿no sería eso más espantoso que la búsqueda?, y, aún más: ¿que la misma prisión en la cual imaginas que te encuentras? »Y así fue que me dejó solo, desapareciendo con trabajo entre los árboles. Y yo me quedé pensando en esas futuras derrotas, las que siempre acaecen después del triunfo.» Reinaldo Arenas, «De la visita del fraile a los jardines del rey», El mundo alucinante El sótano EL DIABLO LE DIO PERMISO A TU RABIA Quirón Herrador Ya va siendo hora de escribirte. Llevas mucho tiempo muerto; llevamos demasiado tiempo muertos. Ya va siendo hora de invocarte, de abrirte las páginas y romperles la mordaza. Ya va siendo hora. Ya es la Hora. Ya es la hora de tu venganza. Ya la isla no te encierra, ya la prisión no puede arrancarte la lengua ni negarte la palabra. Ya no tienes lengua que arrancar. Ya no te vigila la Voluntad de vivir manifestándose Ahora me comen. Ahora siento cómo suben y me tiran de las uñas. Oigo su roer llegarme hasta los testículos. Tierra, me echan tierra. Bailan, bailan sobre este montón de tierra y piedra que me cubre. Me aplastan y vituperan repitiendo no sé qué aberrante resolución que me atañe. Me han sepultado. Han danzado sobre mí. Han apisonado bien el suelo. Se han ido, se han ido dejándome bien muerto y enterrado. Éste es mi momento. (Prisión del Morro, La Habana, 1975) Reinaldo Arenas, Inferno (poesía completa). policía, agazapada bajo la piel de ese «amigo» que (tan atentamente) te escucha despotricar contra el régimen. Ya no te vigila, agazapado bajo tu piel, el SIDA para traicionarte. Ya escapaste a todos los vigilantes. Ya buscaste un resquicio. Ya el suicidio. Ya tus dientes resquebrajaron la alambrada y cruzaste a nado la noche y te exiliaste en la muerte. Pero antes tu venganza, antes tu legado de literatura y de venganza. Invocaste a un intermediario de la muerte, como ahora aquí te invocamos, y el diablo le dio permiso a tu rabia. Y terminaste tu obra, y dejaste sembrada tu cólera por sobre un pedregal de versos a golpe de tatatá, tatatá: «Las manos aún se mueven, aún intentan correr sobre el teclado que reclama su ganada porción de infierno virgen. El cuerpo contraído, los ojos atentos, el cerebro que arde, todo quiere manifestarse por las manos. El ritmo pide a los dedos rapidez; el mismo tac tac Continúa en pág. siguiente No, no hay salida; no hay salida. No esperes el apoyo de las multitudes; no esperes el consuelo del que también revienta de otra forma, ellos se consuelan viéndote a ti reventar. Corre, sencillamente corre. Corre hasta que tropieces con el metálico rostro, con la muralla infranqueable, o con el mar custodiado. Pero, oye, no dejes de correr jamás1 . Reinaldo Arenas, Inferno (poesía completa). Queridos amigos: debido al estado precario de mi salud y a la terrible depresión sentimental que siento al no poder seguir escribiendo y luchando por la libertad de Cuba, pongo fin a mi vida. En los últimos años, aunque me sentía muy enfermo, he podido terminar mi obra literaria, en la cual he trabajado por casi treinta años. Les dejo pues como legado todos mis terrores, pero también la esperanza de que pronto Cuba será libre. Me siento satisfecho con haber podido contribuir aunque modestamente al triunfo de esa libertad. Pongo fin a mi vida voluntariamente porque no puedo seguir trabajando. Ninguna de las personas que me rodean están comprometidas en esta decisión. Sólo hay un responsable: Fidel Castro. Los sufrimientos del exilio, las penas del destierro, la soledad y las enfermedades que haya podido contraer en el destierro seguramente no las hubiera sufrido de haber vivido libre en mi país. Al pueblo cubano tanto en el exilio como en la Isla los exhorto a que sigan luchando por la libertad. Mi mensaje no es un mensaje de derrota, sino de lucha y esperanza. Cuba será libre. Yo ya lo soy. Cuando yo llegué del hospital a mi apartamento, me arrastré hasta una foto que tengo en la pared de Virgilio Piñera, muerto en 1979, y le hablé de este modo: «Óyeme lo que te voy a decir, necesito tres años más de vida para terminar mi obra, que es mi venganza contra casi todo el género humano». Creo que el rostro de Virgilio se ensombreció como si lo que le pedí hubiera sido algo desmesurado. Han pasado ya casi tres años de aquella petición desesperada. Mi fin es inminente. Espero mantener la ecuanimidad hasta el último instante. Gracias, Virgilio. (Nueva York, agosto de 1990). Reinaldo Arenas, Antes que anochezca Firmado Reinaldo Arenas PARA SER PUBLICADA Reinaldo Arenas, Antes que Página anochezca. Recuerdo a un negro joven que estuvo gritando en el patio de la cárcel durante más de una semana: «Abajo Fidel Castro, Fidel Castro asesino, hijo de puta, traidor». Los guardias llegaban y le daban patadas y culatazos. Lo habían amarrado pero seguía gritando contra Fidel Castro todos los improperios posibles, con ese odio típico del cubano, que empieza mentándole la madre y termina gritándole maricón a quien lo ofende. Nunca vi a nadie tan enfurecido contra el dictador. Los soldados no sabían qué hacer además de golpearlo. Una semana demoró la Seguridad del Estado en determinar qué iban a hacer con aquel negro hasta que lo ataron en una camilla, le pusieron una inyección, dijeron que estaba loco de remate y lo llevaron para un manicomio. Sí, la valentía es una locura, pero llena de grandeza. Reinaldo Arenas, Antes que anochezca Cárcel, no para lamentarse, sino para mirar fijamente la muerte consciente (a veces anhelada) del preso, a quien sólo le resta dormir su furia intacta que aún a veces pretende alzarse y cae, antes que el cuerpo, más pesada y deteriorada, más frágil y humillada. Y hasta la misma masturbación es imposible con tantos ronquidos desiguales y las botas del guardián en el pasillo. Ah, cárcel, cárcel. Y nada más. Reinaldo Arenas, Inferno (poesía completa) Pero cómo podía yo después de veinte años de represión callarme aquellos crímenes. Por otra parte, nunca me he considerado un ser ni de izquierda ni de derecha, ni quiero que se me catalogue bajo ninguna etiqueta oportunista y política; yo digo mi verdad, lo mismo que un judío que haya sufrido el racismo o un ruso que haya estado en un gulag, o cualquier ser humano que haya tenido ojos para ver las cosas tal como son; grito, luego existo. Reinaldo Arenas, Antes que anochezca. El sótano conmina a la carrera, y el teclado emitiendo notas crecientes se desliza arrasando semipalmares y semiciudades, semibarrancos y semichillidos, impulsado por un divino, último furor... La pesadez llega a los párpados, el escozor de algo que interiormente revienta se muestra por las uñas» . R. A., Inferno (poesía copleta) Y dejaste sembrada tu cólera estallando siempre, regresando siempre, como una primavera terrible denunciando los otoños y las muertes, el silencio y las cárceles, la miseria y el espanto. Y viste las cosas y las contaste, y te persiguieron con fusiles; y viste las cosas y las contaste, y los perseguiste con tu grito (al régimen de Castro, a la implacable hipocresía del capitalismo). Definiste tu postura (tu impostura) política cuando conseguiste salir de Cuba y te exiliaste en los EE.UU.: «La diferencia entre el sistema comunista y el capitalista es que, aunque los dos nos dan una patada en el culo, en el comunista te la dan y tienes que aplaudir, y en el capitalista te la dan y uno puede gritar; yo vine aquí a gritar» . R. A., Antes que anochezca Una de las cosas más lamentables de las tiranías es que todo lo toman en serio y hacen desaparecer el sentido del humor. Históricamente Cuba había escapado siempre de la realidad gracias a la sátira y la burla. Sin embargo, con Fidel Castro, el sentido del humor fue desapareciendo hasta quedar prohibido; con eso el pueblo cubano perdió una de sus pocas posibilidades de supervivencia; al quitarle la risa le quitaron al pueblo el más profundo sentido de las cosas. Sí, las dictaduras son púdicas, engoladas y, absolutamente, aburridas. Reinaldo Arenas, Antes Página que anochezca. Estamos enfermos. Estamos siempre al borde de la última catástrofe, la definitiva. No. Estamos más allá de todas las catástrofes, de los crepúsculos espectaculares, de la «insólita primavera». Estamos más allá de los encuentros imprevisibles y de las grandes teorías de metas y consumos. Estamos muertos. (Todos estamos muertos.) Nuestros huesos, irrescatables y cloqueantes, fluyen, se abren paso entre los huesos. Estamos muertos. (Todos estamos muertos.) Nuestros huesos, innumerables y brillantes, avanzan correctamente pulidos, casi solemnes, por la carretera de los huesos. Estamos muertos. (Todos estamos muertos.) Y nuestro perenne aullido de muerto se prolonga sin tiempo por la carretera de los muertos. Reinaldo Arenas, Inferno (poesía completa). Viniste aquí a gritar, a gritar; a gritar que estamos más muertos que enfermos, a gritar como grita un niño que nos sabe más muertos que enfermos. Y gritaste la niñez destrozada en Cuba: Un millón de niños condenados bajo la excusa de «la escuela al campo» a no ser niños, sino esclavos agrarios. Un millón de niños condenados a repetir diariamente consignas humillantes. Un millón de niños rapados y marcados con una insignia. Un millón de niños reducidos a levantar el pie a noventa grados y bajarlo marcialmente mientras repiten ¡hurra! Un millón de niños para los cuales la primavera traerá la aterradora señal de que hay que partir hacia la recogida de frutos menores. Un millón de niños enjaulados, hambrientos y amordazados, apresuradamente convirtiéndose en bestias para no perecer de un golpe. Un millón de niños para los cuales ni las hadas ni los sueños, ni la rebeldía, ni «la El sótano libertad de expresión» serán inquietudes trascendentales pues no sabrán que pudieron existir tales cosas. Un millón de niños para los cuales jamás habrá niñez, más sí el odio, las vastas plantaciones que hay que abatir. Un millón de niños manejando un martillo descomunal para quienes toda posibilidad de belleza o expansión o ilusión será un concepto irrisorio, mariconil, o más bien reaccionario. Un millón de niños perennemente desfilando ante una pantalla y una polvareda y un estrépito ininteligible. No en balde, oh, Fifo, has abarrotado la isla con inmensas pancartas que dicen LOS NIÑOS NACEN PARA SER FELICES. Sin esa explicación, ¿quién podría imaginarlo? (La Habana, febrero de 1972) R. A., Inferno (poesía completa) Guarda tus notas, hijo mío; guarda tus notas, pues nada será más provechoso para tu imaginación que este golpe de guámpara incesante, que este roer de la claridad incesante. Guarda las palabras escogidas, hijo; guarda las palabras rebuscadas, querido; pues ninguna palabra, por muy noble que sea, le dará más vigencia a tu poema que el grito: ¡de pie, cabrones!, rayando siempre el alba. Guarda esas libretas, queridísimo; guarda ese minucioso acaparamiento de citas y frases decisivas. La poesía, al igual que el porvenir, se gesta en el vertiginoso giro de un pistón de 4 tiempos; en el mareante desfile de las carretas cañeras y en la árida voz del que te ordena más rápido, más rápido. Oh, la poesía está aquí, en la parada la mediodía para el trago de agua sucia. Oh, la poesía está aquí, en el torbellino de moscas que ascienden a tu rostro cuando levantas la tapa del excusado. R. A., Inferno (poesía completa) Y gritaste la niñez destrozada en las calles de Nueva York: Yo soy ese niño de cara redonda y sucia que en cada esquina os molesta con su «can you spend one quarter?» Yo soy ese niño de cara sucia sin duda inoportuno que de lejos contempla los carruajes donde otros niños emiten risas y saltos considerables. Yo soy ese niño desagradable sin duda inoportuno de cara redonda y sucia que ante los grandes faroles o bajo las grandes damas también iluminadas o ante las niñas que parecen levitar proyecta el insulto de su cara redonda y sucia. Yo soy ese niño hosco, más bien gris, que envuelto en lamentables combinaciones pone una nota oscura sobre la nieve o sobre el césped tan cuidadosamente recortado que nadie sino yo, porque no pago multas, se atreve a pisotear. Yo soy ese airado y solo niño de siempre que os lanza el insulto del airado niño de siempre y os advierte: si hipócritamente me acariciáis la cabeza aprovecharé la ocasión para levantarles la cartera. Yo soy ese niño de siempre ante el panorama del inminente espanto. Ese niño, ese niño, ese niño que corrompe el poema con su nota naturalista. Ese niño, ese niño, ese niño que impone arduos y aburridos ensayos y hasta novelas, aún más aburridas, sobre «los bajos fondos». Ese niño, ese niño, ese niño de cara airada y sucia que impone arduas y siniestras revoluciones para luego seguir con su cara aún más airada y sucia. Ese niño, ese niño, ese niño ante el panorama siempre inminente (sólo inminente) del inminente espanto, de la inminente lepra, del inminente piojo, del delito o del crimen inminentes. Yo soy ese niño repulsivo que improvisa una cama con cartones viejos y espera, seguro, que venga usted a hacerle compañía. (Nueva York, octubre de 1983) Y gritaste. R. A., Inferno (poesía completa) Entramos en los Estados Unidos ya de medianoche. Y tratamos de anclar sin ser vistos por los de la aduana, pues ya sabíamos de antemano todos los impuestos que son capaces de cobrar, demostrando que existen y que son necesarios para la manutención del gobierno; pero no lo logramos, nos enfocaron con unas grandes luminarias hechas de palos combustibles, y empezaron a leernos la lista de los impuestos... Javier Mina, yo y toda la tripulación abandonamos el barco y salimos a pie. Así nos fuimos introduciendo en la tierra americana. El barco quedó como pago de una parte de la deuda, por haberlo atracado en esas aguas. La otra parte de los impuestos de abordaje la tendríamos que ir pagando con nuestro trabajo en los algodonales del Sur... Y para que no cambiáramos de ideas ni de ruta, nos seguía una escuadra de soldados yanquis, armados hasta los dedos de los pies (donde se ataban una navaja inglesa de doble filo, que poco a poco les iba trozando los dedos). Llegamos, pues, a una gran llanura usurpada por dos largas barras de hierro. Y aguardamos el tren. El tren marcha a gran velocidad y despide un humo rojizo que a cada momento embadurna el cielo. De los treinta vagones de transporte, he notado que veintinueve son ocupados por negros, que van muy apilados, como sacos en esteras. Solamente el vagón restante se usa como transporte de pasajeros blancos. En ese vagón vamos nosotros, y ya estamos introduciéndonos en las rojas tierras del Sur. Y yo no maquino más que la manera de salir de esta nave bullente y horrible, que no se detiene en ningún sitio y que tampoco deja de maullar; y donde, constantemente, estamos cayendo uno encima del otro y rompiéndonos la cabeza. Un señor, que con gran serenidad trataba de encender un tabaco, acaba de morir cuando éste por un bache del infernal vehículo, le Página 23 atraviesa el estómago; al mismo tiempo las damas encopetadas, que parecían semidormidas, son lanzadas por la ventanilla, sin más miramientos que el de los que las miraron desaparecer. Otras son despedidas por una ventanilla y luego, impulsadas por la misma presión de aire, vuelven a entrar por otra ventana, cayendo, muchas veces, en su propio asiento o sobre las rodillas de un señor inmutable, que se echa a un lado y sigue leyendo su diario; esa actitud demuestra la experiencia de haber viajado por esta línea y conocer sus peripecias; pero yo, que es la primera vez que veo tales maniobras, me mantengo siempre alerta y me sujeto, con las dos manos, al asiento delantero, pensando en la manera de salvarme de este meteoro. En esta situación vamos avanzando, cuando siento un gran alboroto en los vagones ocupados por los negros. —Combustible —grita el maquinista—. Combustible o no llegamos. —Y uno de los veintinueve vagones queda completamente despoblado. —Es lo que más se asemeja al carbón de piedra —me explica una señora, con gran zalamería al ver mi expresión de desconcierto, y agrega que por allí no tienen ese material, pues la tierra no produce más que oro. »—Por eso usamos negros, los tenemos en abundancia. Y, como ya le dije: por ser lo más semejante al carbón... Y el segundo vagón quedó desierto, de manera que ya solamente llevamos veintisiete tramos de combustible... Miro aterrorizado por la ventanilla y lo único que veo es la gran estela de humo negro que brota por la chimenea de la caldera y que de nuevo se apodera del cielo, coloreándolo... Pero al fin llegamos al Sur, y con uno de los vagones de combustible intacto. Mina luce aterrado. —Así que éste es el país de la libertad —me dice, sin agregar más nada, mientras le atan una cadena de gran grosor al cuello. —No sé, realmente... —le contesto—, aquí sin dinero no se consigue ni el aire. Y veo cómo otra cadena de gran grosor rodea mi nuca y nos une a ambos pro la misma región. Y sin más, y a restallantes latigazos, somos conducidos hasta las plantaciones de algodón... Y ya estamos trabajando en esta gran cuadrilla. Y ya recogemos algodón desde el amanecer hasta la puesta del sol (que estos americanos, amantes de la productividad, hacen retardar a través de espejos y disparos al aire). Y ya estoy completamente exhausto. R. A., «Las nuevas peripecias. Primera expedición», El mundo alucinante. El sótano Y gritaste. Y gritaste. Y a la virgen también le gritaste tu plegaria, tu canto a la sensualidad y la carne: Virgen purísima, y a todas éstas el gran flamboyán con sus regias corolas inundando la tarde. Y a todas éstas tú, cándida, inexistente y gentil, bendiciendo el vacío. Virgen ah Virgen. Ah, virgo de la Virgen. Ah. Virgen: hay miles de jóvenes metidos en los lugares más insólitos de la Isla. Ellos se levantan antes que el día y cortan, cortan. A las 12, si no hubo asamblea o chequeo de emulación, una carreta lleva las cántaras llenas de agua sucia y (felizmente) tibia. Se hace fila, se almuerza, y a la una se toma de nuevo la vereda del campo. Las cañas saltan en el aire; las cañas son cortadas en tres trozos en el aire. Cada machetero va dejando un reguero de cañas ya cortadas, un reguero de furias ya cortadas; va dejando, va dejando un reguero de juventud ya cortada. Al oscurecer, luego del metódico repile para que la alzadora pueda depositar las cañas en el camión (exigen normas técnicas), se regresa al barracón, de noche. Hay miles y miles de jóvenes, Virgen, a los cuales tú podrías consolar a la hora del regreso subiéndote un poquito más la saya, dejando entrever algo que esté más allá del tobillo y más abajo de la sagrada diadema, mandando a la porra aureolas y esferas y volviéndote, finalmente, algo útil, algo palpable, algo perfectamente penetrable. Virgen, Virgen, aun cuando no estés a la moda, aun cuando vengas enredada en colores, trapos y grasas, ellos quieren un hueco. Virgen; ellos quieren un hueco, no un hueco virgen. Y yo no puedo complacerlos a todos. Virgen. ¡Son miles y miles, son miles y miles! ¡Virgen! R. A., Inferno (poesía completa) Y gritaste. Y gritaste. Y aún sigues gritando y continuarás por siempre gritando tu venganza. Así sea: que se jodan las Musas; que estallen las Furias. Página 24 El sótano GRITO Yo estaba vivo mientras vos te ibas, yo jugando entre sauzales y mimbres mientras tu voz gritaba basta y te marchabas por la puerta más brava, dejándole a la historia tu bofetada de hollín y de palabras. Yo subiéndome a los árboles como a caballos de savia mientras tu dolor se evaporaba, se hacía de siempre y de recuerdo, de rayo y de denuncia. Yo mirando a los llanos recibir las estaciones mientras tus ojos se apagaban, yo riendo, yo volando, yo bebiéndome las ganas mientras tu cansancio se hacía tan hondo y tan resuelto como para bajarte de los sueños, decidiendo a tu corriente entre rendirse o terminarse. Yo creyendo mientras tu esperanza reventaba, mientras por cementerios o por mares se te iban quedando yertos los colores y la sangre. CELESTINO Raya tu voz en los troncos de los árboles y sigue rayando encima del otoño o la estación que te convenga, no pares, a pesar de la noche y de la niebla no dejes de inventar los versos que no acaban, no abandones, no caigas, que en tu batalla estamos, vamos todos. Sé, porque es costumbre y porque duele, que alguien te persigue, que detrás de tus pisadas va lloviendo, que caen piedras, caen hierros, pero sobre todo caen hachas, hachas y más hachas, hachas de hambre, de fiebre, de demencia, hachas sedientas, que no tienen qué creer, que insultan, Y antes de dar un grito y cerrar los ojos me vi a mí: caminando por sobre un fanguero y vi a Celestino escribiendo poesías sobre las durísimas cáscaras de los troncos de anones. Mi abuelo salió, con un hacha, de la cocina y empezó a tumbar todos los árboles donde celestino había escrito aunque fuera solamente una palabra. R. A.- Celestino antes del alba hachas que desean sentarnos a todos en sus filos. No hay mañana, no hay horas, no hay tiempo Celestino, siempre es el momento porque siempre hay que partir, con el amor a cuestas y también los latigazos, con un trozo de pasado fatigándonos la espalda. Sigue tu palabra, hazla extensa, alta, casi eterna, que después nosotros la iremos continuando, que al fin y al cabo todos garabateamos señas Poemas de Menelo Curti, en los árboles, dedicados a Reinaldo Arenas y todos de algún modo prometemos en el viento y protestamos. Página 25 El sótano «De cómo transcurre mi infancia en Monterrey, junto con otras cosas que también transcurren» Venimos del corojal. No venimos del corojal. Yo y las dos Josefas venimos del corojal. Vengo solo del corojal y ya casi se está haciendo de noche. Aquí se hace de noche antes de que amanezca. En todo Monterrey pasa así: se levanta uno y cuando viene a ver ya está oscureciendo. Por eso lo mejor es no levantarse. Pero yo ahora vengo del corojal y ya es de día. Y todo el sol raja las piedras. Y entonces: ya bien rajaditas yo las cojo y se las tiro en la cabeza a mis Hermanas Iguales. A mis hermanas. A mis hermanas. A mis her. Allí estaba yo: descansando debajo de las espinas grandes. Descansando de la carrera y huida que le jugué al bebe chicha del maestro. ¡Condenado él!, que cogió la vara de membrillo y me la hizo llena de pelos. Y ya me iba a agarrar cuando una mata de corojo (compadecida de mi situación) le suelta una de las pencas llena de espinas que le cayó sobre el lomo al viejo brujo, y, al sentir aquel espinazo clavándosele en la espalda, pensó que era un castigo del diablo y salió dando resoplidos y con las manos en alto rumbo a la escuela, seguido por todos los mequetrefes de alumnos, mientras yo les tiraba lo que se me presentase por delante. Mire usted: entonces quise darle las gracias a la mata de corojos por haberme salvado y le fui a pasar la mano por el tronco. Y la muy mal agradecida: me agarra la mano y me la llena de espinas que salían ya por el otro lado. Entonces sí que me puse furioso. Pero el dolor era tanto que hasta la furia se me fue pasando y me dediqué a morirme, como dice mi madre que uno siempre se está dedicando. Pero llegan mis dos hermanas y viéndome así empiezan a halarme por la otra mano para tratar de despegarme del espinal. Y yo volviendo a gritar y ellas hala que hala hasta que al fin la mata de corojos me soltó y cogí, con furia, una de las piedras que estaban muy cerca y se la tiré a las dos Josefas en las cabezas, y salieron desmandadas por todo el camino. Pero a la mitad del trayecto se me reviraron y empezaron a cañonearme hasta con los huesos de las vacas que en otro tiempo se murieron de hambre. Y como eran dos, no me quedó más remedio que echar un pie y luego alzar el vuelo. Y casi enseguida ya estoy en la casa, y allí, mi madre —con una vela encendida sobre la cabeza y una en cada dedo de las manos— me abre la puerta con la boca hecha una luminaria y me dice: —Entra, demontre, y sube para el cuarto, que ya vino el maestro con las quejas y de aquí no vas a salir en toda la semana. Fue entonces cuando miré para atrás y vi a las matas de corojos retorciéndose entre ellas y abrazándose y desabrazándose tronco con tronco, como si quisieran arrancarse unas a otras, y soltando chillidos tan estrechos y extraños que mis oídos ni lo creyeron casi. Y las hojas se les desprendían. Y todas se retorcían en una furia muy rara, como queriendo darme alcance para ahogarme, movidas por un viento que no era viento porque en ese momento nada que no fuera ellas se movía. —Entra, demontre —dijo mi madre, que parecía no haber visto nada. astillas en la espalda nada más que porque yo le hacía tres rabos a la «o» y él dice que no hay que hacerle ninguno. Me cae a golpes y después quiere que yo no le haga lo mismo cuando lo puedo coger por sorpresa. Estamos en paz le dije y le soné la vara por todo el lomo al muy gachupín. Entonces él se viró como una centella y me vino arriba. Y yo eché a correr por sobre todos los asientos hasta que me agarró y me hizo arrodillar. Pero eso nada más fue por unos momentos, pues en cuanto quitó las manos de mi hombro, yo me vine para arriba como un cubo que lo hubieran zambullido bocabajo... Entonces todos los muchachos empezaron a reírse a carcajadas sin que nadie los oyera más que yo, que oigo lo que no se oye. Yo oía las carcajadas que no se oían porque si el maestro las oye los encierra como me encerró a mí: en el mismo servicio. ¡Con tanta peste! Encerrado allí di un brinco queriendo alcanzar la ventana que tocaba casi las nubes. Pero nada. Di otro salto y tampoco. Y entonces empecé a dar chillidos. Y la puerta se abrió. Y el profesor, lleno de muchas plumas raras como si fuera un zopilote con cara de demonio, venía cantando y con la vara de membrillo encendida y dispuesto a metérmela por la boca para que me callara... Así fue que cogí un gran impulso casi agachado, y el brinco fue tan alto que la cabeza rompió las tejas y me elevé más arriba del techo y vine a caer en el capullo de una de estas matas de corojos donde había un nido de cernícalos y maté a la cernícala pues el otro cernícalo que era el más grande, trató de sacarme los ojos. Y enredado con el cernícalo me vine al suelo, no estrellándome de puro milagro. Y así estaba, reponiéndome de la caída y del picotazo del animal: cuando veo al diablo-del-burro-del-maestro venir corriendo hasta donde yo estaba. Venía con la vara de membrillo encendida y soltando unos escarceos que era la primera vez que yo oía tal cosa, seguido por todo el cortejo de alumnos y dispuesto a encenderme las mismas tripas. Yo eché a correr por entre los troncos de las matas de corojos, llamando a mi madre. Pero en esos momentos mi madre estaba desemillando algodón-ara-sacarle-el-hilo-para-hacerlo-tela-para-venderlapara-comprar-un-acocoté-para-cuando-llegara-el-tiempo-de-sacar-elaguamiel-para-sacarla-para-hacerla-pulque-para-venderlo-para-comprarcuatro-maritates-para-regalarlos-al-cura-para-que-nos-volviera-a-bendecirel-ganado-para-que-no-se-nos-muriera-como-ya-se-nos-murió. Además: también ella estaba muerta. Por eso, ya casi me sentía agarrado por la caravana y daba gritos. Y decía barbaridades. Y ya el maestro estiraba una mano Página 26 —Venimos del corojal —dije yo, y ella movió un dedo sobre el que tenía una vela y me la apagó sobre un ojo. Yo empecé a subir la escalera y ya arriba le dije que veníamos del corojal y esto la volvió a enfurecer, pues, sacudiendo una mano como quien la tuviera mojada, me lanzó un manotazo y todas las velas fueron tan encima de mi cabeza, que si no corro me achicharran. Ahora, desde acá arriba, siento brincar a Floirán y oigo cómo las dos Josefas se tiran tierra en la cabeza, allá en el patio. Pero para mí esta noche no habrá juegos de ninguna clase. Ni a la canica. Ni al balero. Ni a nada. A no ser que... Pero no. R. A., , El mundo alucinante El sótano INTRODUCCIÓN AL SÍMBOLO DE LA FE SÉ que más allá de la muerte está la muerte, sé que más acá de la vida está la estafa. Sé que no existe el consuelo que no existe la anhelada tierra de mis sueños ni la desgarrada visión de nuestros héroes. Pero te seguimos buscando, patria, en las traiciones del recién llegado y en las mentiras del primer cronista. Sé que no existe el refugio del abrazo y que Dios es un estruendo de hojalata. Pero te seguimos buscando, tierra, en el roer incesante de las aguas, en el reventar de mangos y mameyes, en el tecleteo de las estaciones y en la confusión de todos los gritos. Sé que no existe la zona del descanso que faltan alimentos para el sueño, que no hay puertas en medio del espanto. Pero te seguimos buscando, puerta, en las costas usurpadas de metralla, en la caligrafía de los delincuentes, y en el insustancial delirio de una conga. Sé que hay un torrente de ofensas aún guardadas y arsenales de armas estratégicas, que hay palabras malditas, que hay prisiones y que en ningún sitio está el árbol que no existe. Pero te seguimos buscando, árbol, en las madrugadas de cola para el pan y en las noches de cola para el sueño. Te seguimos buscando, sueño, en las contradicciones de la historia en los silbidos de las perseguidoras y en las paredes atestadas de blasfemias. Sé que no hallaremos tiempo que no hay tiempo ya para gritar, que nos falla la memoria, que olvidamos el poema, que, aturdidos, acudimos a la última llamada (el agua, la cola del cigarro). Pero te seguimos buscando, tiempo, en nuestro obligatorio concurrir a mítines, funerales y triunfos oficiales, y en las interminables jornadas en el campo. Te seguimos buscando, palabra, por sobre la charla de las cacatúas y el que vendió su voz por un paseo, por sobre el cobarde que reconoce el llanto pero tiene familias... y horas de recreo. Te seguimos trabajando, poema, por sobre la histeria de las multitudes y tras la consigna de los altavoces, más allá del ficticio esplendor y las promesas. Que es ridículo invocar la dicha que no existe «la tierra tan deseada» que no hallarán calma nuestras furias. Todo eso lo sé. Pero te seguimos buscando, dicha, en la memoria de un gran latigazo y tras el escozor de la última patada. Te seguimos buscando, tierra, en el fatigado ademán de nuestros padres y en el obligatorio trotar de nuestras piernas. Te seguimos buscando, calma, en el infinito gravitar de nuestras furias en el sitio donde confluyen nuestros huesos en los mosquitos que comparten nuestros cuerpos en el acoso por sueños y aceras en el aullido del mar en el sabor que perdieron los helados en el olor del galán de noche en las ideas convertidas en interjecciones ahogadas en las noches de abstinencia en la lujuria elemental en el hambre de ayer que hoy hambrientos condenamos en la pasada humillación que hoy humillados denunciamos. En la censura de ayer que hoy amordazados señalamos en el día que estalla en los épicos suicidios en el timo colectivo en el chantaje internacional en el pueril aplauso de las multitudes en el reventar de cuerpos contra el muro en las mañanas ametralladas en la perenne infamia en el impublicable ademán de los adolescentes en nuestra voracidad impostergable en el insolente estruendo de la primavera en la ausencia de Dios en la soledad perpetua y en el desesperado rodar hacia la muerte te seguimos buscando te seguimos te seguimos. (Central «Manuel Sanguily». Consolación del Norte. Pinar del Río. Mayo de 1970) . Reinaldo Arenas, Inferno (poesía completa). Página 27 PUNTOS DE VENTA Librería Compas Universidad de San Vicente Tetería del Zoco García Morato 22, (Ruta de la Madera) Kiosco Menchu Calderón de la Barca 18 Bodeguita del Bierzo c/ Alcoy, 5 (Altea) Don Pincel Plaza Santa Faz, 1 (San Vicente) Tetería Luz de Luna Esquina Calles Diagonal y Jávea Página 28 Opiniones desde el balcón (literatura de altos vuelos). Teníamos tantos, que los lanzamos a volar en pareja. Casi al mismo tiempo, uno detrás del otro, violentando la noche, la avenida que era un largo y negruzco silencio. Vinieron desde Orihuela hacia nuestro quinto o último balcón, rellenos con tantas palabras como autores, más parecidos a una ensalada que a un libro... aunque mal condimentada. Primero los poetas y narradores galardonados, evidenciando que ganar certámenes literarios es ciertas veces más preocupante que afortunado. Después otros autores que desde diversos lugares enviaron a Benferri sus deseos de vencer antes que una obra elaborada. Y así es que uno, al acabar la lectura, ve en esos tomos de papel rayado una especie de pájaro, de proyectil inofensivo (para quien no lo abre) y encaramándose al balcón lo arroja y comprueba que tenía lo mismo de ave que de entretenido. Caída vertiginosa, golpe, y pisotones y ruedas de olvido para el IV Ciclo de poesía y prosa temáticas Alicante- Murcia, que en cientos de estanterías resistirá ocupando con su “hueco” cualquier hueco, con su “vacío” otro vacío, haciéndolo más grande, más y más desierto. Frases que nos ayudan a seguir viviendo Un señor que asiste a la presentación de la revista: «Todo muy bonito, lástima que vaya a durar poco». Nuestro ilustrador de portadas: «Ninguna de mis pinturas vale un duro» Quirón Herrador: «Anoche me estuve palpando la tráquea y noté un bulto raro...»

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